73. Zeta

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David y yo pasamos la Nochebuena en casa de mis padres en Pinamar. Como las rispideces con papá continuaban sin resolverse, fue incómodo para todos, por más que Mina y mi madre intentaran bromear y hacer de cuenta que no pasaba nada.

Durante todo el tiempo que permanecimos allí tuve ganas de hablar con mi hermana para contarle cómo se habían desarrollado las cosas después de aquella conversación sobre Davo que habíamos tenido en su cuarto, pero no encontré un solo momento seguro en que pudiéramos hacerlo sin que nadie más nos escuchara.

Lo cierto era que la nueva situación con quien siempre había sido mi amigo me incomodaba cuando no estábamos solos. No estaba acostumbrado a tener que mentir y nos tocaba disimular o inventar situaciones para que nadie se diera cuenta de lo que ocurría. Con mi tía era fácil, quién mejor que ella para comprender por lo que estaba pasando; pero con mamá se sentía distinto, si bien ella estaba al tanto, podía percibir su temor a que mi padre lo advirtiera. Era evidente por cómo intervenía para respaldar alguna excusa o cambiaba de tema ante alguna pregunta incómoda. Por eso, apenas pasada la medianoche, ni el brindis y los fuegos artificiales se habían terminado, inventé una excusa para marcharnos, escudándome en el pretexto de que más tarde la ruta se volvería peligrosa debido a los borrachos típicos que aparecen cada año después de los festejos. Mamá lamentó que tuviéramos que irnos tan pronto. Se acercó a mi cuarto mientras buscaba algo de ropa de abrigo para llevar a casa de la tía y sugirió que nos quedáramos para pasar Navidad allí, con ellos. No precisé responderle, con apenas una mirada comprendió cómo me sentía y desistió de la idea.

La que no se daba por vencida tan fácil era Mina, que nos acompañó hasta la calle para tratar de hacernos cambiar de parecer o en su defecto, despedirnos. Su novio nos seguía de cerca.

—¿Tiene miedo de que te pierdas? —bromeé en voz baja, mientras me ayudaba a cargar algunas cosas en el baúl, principalmente comida que nuestra madre me estaba obligando llevar.

—¡No seas malo, che!

Se volvió hacia él, que conversaba con Davo, y los llamó para que se acercaran.

—¿Sabías que tu cuñado te llama hippie?

Él chico comenzó a reír. Yo me puse nervioso y demoré en intentar desmentirlo.

—Siempre y cuando no me mire con la cara que me pone tu viejo cada vez que me ve —respondió.

—No hagas caso, Diego; mi viejo es demasiado chapado a la antigua y le cuesta aceptar cuando las cosas no son como a él le gustaría —intenté tranquilizarlo—. Y respecto a lo otro, te juro que no sería capaz de ponerte un apodo o de decirte algo así.

—Es verdad lo primero, pero lo segundo no. Hippie te dice, yo también lo escuché —metió cizaña David.

Lo miré con rabia, sabía lo que estaba haciendo: se intentaba cobrar que lo hubiera puesto en evidencia casi una semana atrás adelante de mi tía.

—A vos te voy a matar —lo amenacé apuntándole con un dedo.

Nuestras miradas y sonrisas se espejaron en un reflejo dulce, cómplice y divertido que parecía más una caricia que otra cosa.

—OK... OK... ¿Alguien me puede explicar qué está pasando acá? —quiso saber mi hermana, haciendo un ademán con los brazos que nos involucraba a ambos.

El rubor tomó cuenta del rostro de Davo.

—¿Hasta cuándo se van a quedar en la costa? —cambié de tema.

—Hasta mediados de enero —respondió Diego.

Los ojos de Mina se paseaban cargados de sospecha entre David y yo.

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