40. Zeta

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Aquel jueves lo acompañé al colegio para su reunión con Morales. Según me contó más tarde, el profesor le pidió tener una charla "entre adultos" y se descargó con todo un discurso sobre cómo no podría vivir la adultez evadiendo responsabilidades, que debía aprender a hacerle frente a lo que le provocara temor y otras cosas de ese tipo. "Si hoy, con 17 años, te escondés de los problemas, ¿qué vas a hacer cuando seas más grande? La vida está plagada de dificultades y de presiones, y uno no puede meter la cabeza en un agujero como hace el avestruz, hay que ser valiente, sacar el pecho y asumir lo que debe ser hecho".

Qué poco conocía a mi amigo.

—¿Te preguntó qué te había pasado en la cara? —quise saber.

—No me preguntó nada. Me pidió que estudiara el reglamento de fútbol para rendir un examen teórico en marzo y me hizo prometerle que asistiría a las clases del año que viene.

—Yo te puedo ayudar con lo del reglamento —me entusiasmé—. Durante el verano te puedo enseñar a jugar a la pelota, así no te sentís mal durante los partidos.

—No es por eso que no vengo a las clases, Zeta.

—¿Por qué, entonces? —me extrañé.

—Porque no quiero que me vean en el vestuario las cicatrices que tengo en el cuerpo.

Los ojos le cambiaban cada vez que llegábamos a ese asunto. Agachó la cabeza, llevó el pulgar derecho hasta la boca y comenzó a mordisquear la uña. Nunca había reparado hasta ese momento en que cada dedo de sus manos poseía rastros de ese mal hábito. Supuse que había adoptado semejante costumbre mientras habíamos estado alejados. Se me cerró la garganta de solo pensar en la cantidad de cosas que debía de haberme perdido.

—Esas marcas no tienen que ser una vergüenza para vos —intenté levantarle el ánimo.

—Pero lo son —respondió aún con la mirada gacha.

—Davo —le tomé el rostro con ambas manos—, Morales no tiene idea de lo que dice. No te conoce. Para mí sos la persona más valiente, la más luchadora. No dejes que la locura de tu viejo te condicione, te marque para siempre.

—Las marcas están ahí, Zeta. No puedo borrarlas.

Sendas lágrimas rodaron por sus mejillas. Alcanzando mis manos que todavía le sostenían el rostro.

—Te juro que vas a superarlo —intenté—. Te prometo que voy a ayudarte en lo que me sea posible.

Asintió en un movimiento mínimo.

—Algún día serás un hombre con un largo camino recorrido —continué—. La sombra de tu viejo ya no te va a joder. Vas a poder cumplir todos los sueños que hoy tenés y yo voy a estar ahí para apoyarte y aplaudirte. Si hay alguien capaz de superarse, ese sos vos Davo. No tengo la menor duda.

—¿Entonces por qué siento que cada vez las cosas se me ponen más difíciles?

La desesperanza con la que hablaba, la sombra que empañaba sus ojos era nueva para mí. Hasta entonces, a pesar de todo, siempre había habido un despunte de ilusión en él. Cierta esperanza que parecía mantenerlo a salvo de las miserias que había tenido que padecer. Lo rodeé con mis brazos, tratando de contener con mi cuerpo todo el dolor que lo aquejaba. Quería ayudarlo, pero no sabía cómo. Nada deseaba más que poder curarlo. Devolverle ese destello que siempre asomaba en su mirar cuando éramos más chicos.

Permanecimos unidos en aquel abrazo por un par de minutos, hasta que él decidió apartarse. Escurrió el llanto de su cara con la manga de la camisa, suspiró profundo e intentó disculparse.

—Somos familia, Davo. No hay nada por lo que debas disculparte. No conmigo.

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