7. Zeta

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Una de las últimas tardes de julio de aquel mismo año, mi padre me invitó a ir a jugar al paddle. Era la primera vez que lo íbamos a hacer, ya que el deporte recién se estaba poniendo de moda y porque nuestra relación no estaba pasando por un buen momento.

Recuerdo que estacionó el auto y nos bajamos sin decir una sola palabra. Ambos sumidos en el mismo silencio incómodo que habíamos mantenido durante el viaje hasta allí. Cada uno inmerso en su propio universo, como si alguien nos obligara a cumplimentar aquel trámite, a hacer algo que se suponía que debía ser hecho.

Nos dirigíamos hacia los vestuarios del club, cuando mi atención fue captada por la figura de un niño que trabajaba dentro de una de las canchas. Me pareció reconocer aquella figura delgada y muy abrigada que se movía de espadas al pasillo.

—Ahora vengo —le dije a mi padre, que caminaba a mi lado.

—¿Adónde vas? —se impacientó.

—Creo que hay alguien ahí que conozco. Ya te alcanzo.

Como buen malhumorado que siempre fue, me lanzó un par de advertencias para desanimarme. Al ver que no cambiaba de idea, murmuró una protesta por lo bajo y siguió su camino hacia el edificio principal. Negué con la cabeza, frustrado; me enervaba que últimamente todo entre nosotros generara un conflicto. Lo vi entrar en la recepción y me encaminé en sentido contrario, aún no muy seguro de lo que creía haber visto. Al llegar junto al alambrado perimetral, descubrí que estaba en lo cierto. Allí estaba David, barriendo y juntando las hojas que los árboles soltaban y que el viento invernal arremolinaba en la superficie del court.

—Hola —saludé.

Detuvo de inmediato lo que estaba haciendo, aunque demoró algunos segundos en darse vuelta. Me descubrí ansioso, con la sensación de estar entrometiéndome en algo que no me incumbía. Cuando me enfrentó, se le veían las pupilas tensas y se mordía el labio inferior en un intento inútil por ocultar su desconcierto.

—Zeta...—balbuceó.

—¿Cómo estás, amigo? —disimulé.

—Bien... trabajando.

Hasta entonces, jamás había sabido de un niño que necesitara hacerlo. En mi mente, solo los adultos tenían trabajos.

—¿Laburás acá? —pregunté, para no quedarme callado.

—Sí, un rato a la tarde...

Su mirada continuaba vacilante, no dejaba de morderse los labios y se sostenía del palo de aquel viejo escobillón como si el mundo dependiera de ello.

Me di cuenta que lo incomodaba.

—¿Querés que tomemos algo? —arriesgué, de verdad no sabía qué decir.

—No puedo —dudó—, recién en una hora voy a tener descanso.

—Bueno, te veo en una hora entonces; yo te invito.

—¿Qué vas a hacer una hora?

—Vine con mi viejo a jugar un rato.

Podían verse la duda recorrer su cabeza como si se tratara de un objeto palpable.

—Dale, no seas amargo —insistí—. Te espero abajo de aquel árbol a las cuatro; ¿te parece? No podés decirme que no, somos amigos.

Asintió sin mucho convencimiento.

Levanté el pulgar desde el otro lado del cerco para sellar el compromiso.

—¡Apurate, Fabrizio! —gritó mi padre desde la otra punta de la galería.

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