65. Davo

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La puerta del auto se cerró y en cuanto el chofer se colocó tras el volante y nos pusimos en marcha. Apoyé la frente el vidrio de la ventanilla primero y luego me giré para contemplar a Fabrizio a través de la luneta en cuanto nos alejábamos. Él permanecía parado, inmóvil, con el gesto aún indescifrable cuando lo perdí de vista. El Mercedes giró a la izquierda en la primera esquina y tomó una calle perpendicular. No quería que avanzáramos. Un impulso me empujaba a gritar, a exigir que nos detuviéramos y volviéramos hasta donde lo habíamos dejado.

Teníamos que hacerlo.

Necesitaba una respuesta.

Pero entonces recordé nuestra conversación y aquello dejó de tener sentido.

Derrotado, me hundí en el respaldo del asiento.

Noté la mirada interrogante del conductor a través del espejo retrovisor, me cubrí el rostro con la mano para que no notara las lágrimas que lograba contener. El guardaespaldas me preguntó algo que no comprendí ni respondí, juro que ya no quería saber nada más. Cerré los ojos y descubrí que tenía esa última imagen de él grabada en mis retinas. ¿Por qué no había contestado? ¿Por qué permitía que me marchara así, como si nada?

Sentí una vez más el desgarro del abandono, el dolor lacerante del amor no correspondido. La imagen de la noche en que nos habíamos amado por última vez, tantos años atrás, volvió a mí; y luego la de la mañana siguiente. No pude evitar sentir hervir bajo mi piel nuevamente cada sentimiento de aquel amanecer en Punta Médanos. Recordarlo, me restregaba el dolor de los acontecimientos inalterables. Aquella madrugada, en la que se suponía que despertaría a la felicidad, a lo mejor que había sentido en toda mi vida; rodeado por los brazos de quien había amado en silencio cada instante de mi adolescencia, resultó aterrorizante. Nos habíamos entregado al otro, por fin había sucedido, mis sueños más reservados se habían convertido de pronto en realidad; ¿qué podía salir mal después de aquello?

Pero todo puede cambiar sin previo aviso. De un momento para otro iba a descubrir que el amor puede ser también un sentimiento traicionero y que, así como te lleva a lo más alto, es capaz de lanzarte desde allí; y para eso uno jamás estará preparado. Amar de la manera en que siempre lo he amado, puede convertirse en la peor de las condenas.

Recordé aquel despertar como si no hubiese pasado el tiempo.

Una suerte de intuición me abstrajo del sueño. Luego, aquella sensación inicial de desconcierto al descubrir que él no dormía a mi lado, que el resto de la cama se extendía vacía, helada. Entonces siguió la duda: ¿realmente había sucedido o había sido un sueño? Pero aún podía percibir su aroma en mis dedos, todavía mis labios ardían por la pasión que nos habíamos regalado.

La claridad del día en ciernes se colaba por la ventana que habíamos dejado abierta.

—Zeta —lo llamé.

Mi voz retumbó en las habitaciones desiertas y regresó hasta mí como el más lúgubre presagio.

Incrédulo, me levanté para ver si se encontraba en el baño.

Tampoco estaba allí.

Pensé que tal vez se había desvelado, había ido hasta la playa y le había dado pena despertarme.

Salí al patio, lo primero que noté fue que su auto no estaba donde lo habíamos dejado.

El mundo ideal de unas pocas horas atrás se desmoronó en un microsegundo.

¿En dónde estaba?

¿Se había marchado sin avisarme?

Regresé a la cabaña para buscar una nota, algo que me brindara una pista de lo que podía haber ocurrido.

Nada, no encontré nada que justificara su ausencia.

Volví a salir.

Necesitaba convencerme de que mis ojos no me habían jugado una mala pasada.

Efectivamente, de había marchado con su auto.

Me aterró pensar que él también me había abandonado. Cada persona que había amado lo había hecho.

El estómago se me cerró, el desasosiego me estrangulaba.

Sentí ganas de vomitar.

Ramiro se paró a mi lado y contempló mi rostro desencajado.

Todo comenzó a girar.

Me faltaban fuerzas.

Ni siquiera me sentía capaz de llorar.

Me dejé caer en una de las poltronas.

No podía creerlo.

Eso no podía estar sucediendo.

¿Por qué me había dejado solo?

"Fabriziono sería capaz", traté de convencerme.

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