15. Zeta

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Durante los casi tres meses de vacaciones de verano no tuve noticias de David. Cada año mi familia pasaba la mayor parte del receso escolar fuera de la ciudad, en nuestra casa de la costa, por lo que el contacto entre ambos era poco probable. Recuerdo la nostalgia de aquellos meses, la sensación de encontrarme en el lugar equivocado, sorprenderme con frecuencia pensando en qué estaría haciendo él. Lo que más deseaba era que no hubiera vuelto a tener problemas con su padre.

El tiempo y la distancia resultaban frustrantes.

En aquella época, la única manera de recibir noticias de alguien era a través del teléfono del línea, pero su familia no poseía uno y yo tampoco conocía su dirección como para escribirle y que supiera que lo seguía acompañando aunque no estuviera presente.

Volvimos a casa un día antes del inicio de las clases. Estaba tan entusiasmado por el reencuentro. Sin embargo, el primer día del secundario fue una total decepción. La costumbre de nuestra escuela era que de los cuatro séptimo grados que terminaban la primaria, dos de cada turno, se formaran tres primeros años por la mañana —por eso me habían cambiado el curso anterior, para que me acostumbrara—. Lo normal era mezclar a todos los alumnos sin importar de qué división o turno proviniesen. Según decían, esta práctica se llevaba a cabo para formar nuevos vínculos.

Debido a semejante mezcolanza, David y yo fuimos a parar a diferentes aulas. No puedo explicar la tristeza que sentí al darme cuenta.

El mundo se me vino abajo.

Es verdad que nos veíamos en los recreos, nos cruzábamos a veces en el colectivo al volver a casa, buscábamos juntarnos después de clases o algún domingo en los videojuegos, pero nada parecía suficiente. Peor aún cuando, con el paso de las semanas, fui notando cierto distanciamiento entre ambos. Era extraño verlo con nuevos amigos o en un rincón leyendo. Intenté superar esa sensación de desconcierto retomando el vínculo con mis viejos amigos, incrementando mis actividades deportivas en el club o dedicándome de lleno a los estudios. Sabía que él seguía trabajando, porque una tarde que me lo encontré de casualidad caminando por la calle me contó que se dirigía hacia las canchas.

No terminaba de entender sus saludos distantes o sus respuestas que parecían por compromiso o las eternas promesas de un encuentro que jamás se concretaba. Quise convencerme de que era normal, que los intereses divergentes suelen llevar a viejos amigos por caminos diferentes, pero no me conformaba.

No iba a darme por vencido de nuestra amistad tan fácilmente.

Una tarde convencí a Gabriel, uno de mis amigos más cercanos desde los primeros años de primaria, a ir a jugar al paddle al complejo de canchas donde David trabajaba. Dudé mucho en tomar esa decisión, porque no sabía cómo reaccionaría al verme allí con otro de los chicos del colegio, pero todas mis ideas anteriores para reconectar con él habían fracasado. Urdí un plan para que ninguno de los dos se percatara de la presencia del otro.

Al llegar, lo busqué con disimulo mientras íbamos caminando por la galería que conectaba la entrada principal con el lote donde estaban las canchas. No lo vi por ningún lado. Le pedí a Gabriel que me esperara un momento afuera, inventando una excusa para que no me acompañara. Caminé algo tenso hasta la oficina administrativa. Mientras lo hacía, ideaba otra mentira para preguntar por mi amigo sin tener que dar demasiadas explicaciones.

—No, David hace más de un mes que no trabaja con nosotros —respondió el empleado.

—¿Hubo algún problema?

El hombre me echó una mirada indicando que aquello no me incumbía y volvió a lo que estaba haciendo sin brindar respuesta.

—¿Usted sabe en dónde vive? —pregunté.

Mi boca parecía tener vida propia, soltó las palabras antes de que mi cerebro las procesara.

Otra vez sus ojos gritándome que me largara.

—Es que tengo que devolverle algo que me prestó los otros días. Pensé que lo iba a encontrar acá, como siempre —improvisé.

Pensó por un instante, estudiándome con detenimiento. Aún en el más absoluto silencio, se agachó y buscó una libreta bajo el mostrador. Me sentí fuera de lugar, pero seguí allí parado, no me iba a ir sin una respuesta.

—Es cerca —dijo, incorporándose finalmente.

—¿Cerca de aquí?

Arrancó una hoja de papel en la que había escrito algo y la extendió hacia mí.

—Agarrás la avenida —señaló con la mano— y seguís unas ocho o diez cuadras hacia ese lado.

En el papel había escrita una dirección.

—¿Vamos a jugar o no? —la voz de Gabriel me sobresaltó.

Me había olvidado por completo de él.

—Gracias —le dije al tipo.

—Me estoy muriendo de frío ahí parado —insistió mi amigo.

Me apuré en esconder la hoja en un bolsillo.

—Sí, por supuesto —respondí y volví al empleado—. ¿En qué cancha podemos jugar?

—En cualquiera que esté libre —respondió y regresó a lo que estaba haciendo antes de mi llegada.

TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora