16. Zeta

107 21 14
                                    


Al otro día, ni bien me encontré a David, lo primero que hice fue preguntarle sobre su trabajo. Miró a nuestro alrededor para asegurarse de que nadie nos estuviera escuchando y me apartó hacia un rincón.

—Encontré un laburo mejor, entro a las siete de la tarde y eso me permite hacer otras cosas cuando salgo del colegio.

—¿Qué cosas serían esas? —quise saber.

Me miró inseguro, pude notar la duda en su mirar, pero optó por no responderme.

—¿Por qué todo con vos es un misterio? —me ofusqué por su silencio.

—No seas calentón, Zeta.

—No soy calentón. Me molesta tener que estarte atrás como un perrito faldero.

—No es así... —blanqueó los ojos.

—¡¿No es así?! Nunca querés venir adonde te invito. Cambiás de trabajo y no sos capaz de contarme. Y ahora, el colmo, hay actividades misteriosas durante tus tardes de las que no me puedo enterar.

—Zeta...

—No, de verdad. Yo dejo de lado a mis amigos cada vez que vos querés que nos juntemos. Y sin embargo, si no te busco en los recreos, vos no sos capaz de acercarte, ¿qué tipo de amistad tenemos?

—Yo no te quiero molestar cuando estás con tu grupo.

—No seas fayuto.

—De verdad, te veo siempre rodeado de tus compañeros, de un montón de minas...

—¿Y qué tiene de malo?

—No tiene nada de malo, pero bueno... yo me siento incómodo, con sus juegos brutos, sus chistes siempre sobre lo mismo... quedo como sapo de otro pozo.

—Davo —dudé—, ya no sé qué más hacer para que te integres.

—Tal vez no tengas que hacer nada; por ahí es bueno que seamos diferentes. No tenemos por qué hacer todo juntos.

Creo que mi mandíbula golpeó contra el piso.

Me quedé mirándolo con incredulidad. Una enorme impotencia comenzaba a tornarse en rabia.

¿De qué me hablaba?

¿Por qué se estaba comportando un idiota?

El timbre sonó, indicando que debíamos regresar a nuestras respectivas aulas.

Sacudí la cabeza negando con vehemencia, queriendo dejar en claro mi desacuerdo, mi incredulidad a su postura.

Tomamos rumbos opuestos, ya sin agregar palabra.

Caminé apretando los puños. Invadido por una amarga furia que se mezclaba con decepción.

No entendía por qué David siempre me hacía a un lado. Rumié aquel malestar toda la mañana. Me sofocaba no poder compartir el asunto con ninguno de mis otros amigos, nadie me comprendería.

A medida que se fue acercando la hora de salida, pensé que tal vez lo cruzaría en el colectivo y que allí podríamos aclarar las cosas, pero mientras bajaba las escaleras camino al portón que daba a la calle, me abordó una de las chicas que tanto parecía incomodar a mi ¿amigo?

—¿Vas para tu casa? —me preguntó con tono aniñado.

—Sí, ¿por qué?

—Vayamos juntos. Tengo que ir a ver a Mina.

Carolina era una vecina que visitaba con frecuencia mi casa. Desde muy pequeña había sido bastante amiga de mi hermana a pesar de los tres años que se llevaban de edad. Ambas cursaron la primaria en la misma escuela de monjas, donde Mina continuaba estudiando, no así esta chica que, al igual que yo, había optado por la escolaridad pública. Por esas vueltas raras de la vida, nos tocó coincidir en el mismo curso.

—Bueno, como quieras —respondí.

Una vez en el colectivo, vi a David que subía una parada después que nosotros. Normalmente, me hubiera acercado a él aunque estuviera acompañado, pero debido a la pelea de más temprano, algo me retuvo.

"Si quiere hablarme que venga él", pensé.

Por supuesto que no lo hizo. Nuestras miradas se cruzaron en más de una oportunidad, pero ambos lo disimulamos. Carolina no paraba de hablar y, por un instante, deseé que desapareciera. Seguía enojado, quería estar solo, que nadie me molestase. Llegó el punto donde debíamos bajarnos, nos acercamos a la puerta trasera, toqué timbre y, mientras el vehículo detenía su marcha, volví a buscar a David con la intención de despedirme con un gesto, tal vez sirviría para limar asperezas. Parecía ausente, con sus ojos fijos en la calle, escapando a través de la ventanilla.

Cuando entré a casa, corrí hacia mi cuarto sin saludar siquiera. Tenía ganas de llorar, quería romper todo. ¿Por qué David me trataba así? ¿Qué le había hecho yo? ¿Acaso ya no le interesaba más que fuéramos amigos?

¡Estaba harto de que no se dignara a incluirme en su vida!


Mamá siempre parecía saber lo que me ocurría. No sabía cómo, pero jamás se le escapaba nada.

—¿No vas a ir al club? —preguntó entrando a mi cuarto.

Yo estaba tirado en mi cama. Había estado así toda la tarde. Quité la mirada del techo y le di la espalda.

—No tengo ganas.

—Llamó Gaby diciendo que te estaban esperando para el partido.

—Sí, ya sé, má. Te dije que no tengo ganas —me impacienté.

—¿Pasó algo hoy en el cole?

—No.

—En el almuerzo no dijiste una sola palabra.

Blanqueé los ojos y me tapé la cabeza con el acolchado.

—Fabri, hijo —insistió, sentándose en el borde del colchón—, sabés que podés hablar conmigo de cualquier cosa.

Me volví hacia ella, contemplé su gesto de preocupación y dudé por algunos momentos sobre si confiarle lo que me pasaba o si le inventaba una excusa.

—¿Qué podés hacer si uno de tus amigos se comporta como si realmente no lo fuera?

Apretó los labios y pensó un instante.

—Respetarlo.

—¡¿Respetarlo?! —su respuesta me indignó.

—Claro, uno siempre tiene que respetar la voluntad de los demás.

—Pero si éramos muy amigos, súper cercanos. Nos confiábamos cosas que no le decíamos a nadie más y, de repente, se empezó a portar como un sorete.

—¡Fabrizio, la boca!

—Bueno...

—Vamos, hijo. Seguro que no es para tanto...

—¡Mamá! Me pedís que te cuente y después, ¿me salís con eso?

—Tenés razón, mi amor. Lo que quiero decirte es que, a veces, percibimos las cosas de una manera y resulta que son diferentes. Cuando tenemos expectativas en alguien y lo queremos mucho, puede haber gestos de esa persona que nos hagan sentir mal, pero eso no significa que lo que sucede sea exactamente lo que nosotros percibimos, ni tampoco que ellos quieran hacernos mal.

Intenté comprender esas palabras.

—¿Quién de tus amigos se está alejando?

—No importa.

—¿David?

Me pregunté cómo lo hacía.

Me daba vergüenza responderle.

—David es un chico muy especial, amor —dijo, mientras me acomodaba un mechón de cabello con sus dedos—. Se nota que ha sufrido mucho y también que le cuesta confiar en la gente. No se la hagas más difícil. A veces nos cuesta ponernos en los zapatos del otro y juzgamos sin pensar. Un buen amigo está también para tolerar, para aceptar. Hay que tomar de la gente lo que pueda darnos, hijito. Todos tenemos procesos distintos, todos estamos en etapas diferentes de la vida. La amistad es una hermosa forma de amar y el amor es, principalmente, aceptar al otro tal cual es, con sus cosas buenas y con las malas. Estoy segura de que David te quiere muchísimo, pero puede que cada uno tenga maneras distintas de demostrarlo.

TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora