31. Zeta

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Por supuesto que el rumor sobre las actividades extracurriculares de David —y los prejuicios que despertaban— se esparcieron por la escuela como un reguero de pólvora. Me enervaba presentir los rumores; aunque no podía hacer mucho, porque todos se callaban cuando advertían que me acercaba. No sé si alguna vez le llegaron a decir algo directamente a él, porque nunca me comentó nada en las pocas veces que nos cruzamos y charlamos. Para aquel punto, había comenzado a sentir la distancia entre ambos artificial, arbitraria. Nos veíamos, nos sonreíamos. Algún gesto cómplice o tímido a lo lejos. Un acercamiento en los recreos o cuando nos topábamos en el kiosco, en la biblioteca. No era que hubiésemos vuelto a hablar como antes, eran apenas charlas triviales, que la mayoría de las veces sonaban más a un compromiso que otra cosa. A veces, cuando lo buscaba con la mirada y lo descubría leyendo algún libro u ocupado con algo, me detenía a contemplarlo. Me decía que precisaba estar atento a su estado de ánimo por si alguien lo molestaba, pero lo cierto era que mi preocupación iba más allá de eso. Incontables veces me sorprendía pensándolo, extrañando los tiempos en que nuestro mundo parecía limitarse a los dos.

Quería convencerme de que tanta nostalgia se debía al mal momento que pasaba mi relación con Carolina, que estaba desmoronándose rápidamente. Ya no me sentía como al principio. Muchas cosas de ella habían comenzado a fastidiarme, lo que me provocaba una actitud cada vez más fría. Ella insistía en acaparar mi atención y tanto de mi tiempo como le fuera posible. Me ahogaba. Me fastidiaba tener que dar explicaciones por todo. Sin embargo, mis intentos cada vez más frecuentes por evadirla me provocaban culpa, una tristeza silenciosa que me desbordaba. Llantos repentinos de su parte y señalamientos continuos sobre cuán mal supuestamente la hacía sentir se habían tornado parte rutinaria de nuestra relación.


Después de varias semanas de analizarlo; de tomar la decisión y de luego volver a echarme atrás, un viernes por la noche me presenté en el Centro Cultural para averiguar sobre el curso de fotografía del que Davo me había hablado. Siempre me había llamado la atención el hecho de poder inmortalizar un instante para poder revivirlo todas las veces que queramos; inclusive, que otros puedan hacerlo muchísimo tiempo después, cuando ya no estemos. Recuerdo que de pequeño solía jugar con una vieja cámara Zorkiy que mis padres habían descartado. Me había apropiado de ella aunque pocas veces conseguía que me compraran película. Disparaba al aire con el carrete vacío, imaginando la imagen resultante.

En la secretaría del Centro Cultural me informaron que las clases habían comenzado en marzo, pero que si quería cursar podía hablar con el profesor de la materia, para ver si me aceptaba. Me dirigí hasta el aula y aguardé hasta que terminara. Le expliqué la situación y, él me hizo un par de preguntas que más tenían que ver con mi manera de ver las cosas que con la clase que pretendía tomar. Finalmente, me dijo que no tenía problema con que me incorporara. Me informó todos los elementos que debía traer para la clase siguiente y me deseó mucha suerte en la nueva actividad. Volví hasta la secretaría y pagué la matrícula simbólica exigida. Era un precio mínimo, casi irrisorio. Mientras completaba la ficha de inscripción, me pareció escuchar a lo lejos la risa de David. Terminé el trámite, me despedí de la señora y seguí el rastro de aquella voz tan familiar que se colaba por los pasillos. Llegué hasta un teatro que parecía ser el salón principal del edificio. Nunca había imaginado que aquella belleza de sala se encontrara ahí dentro. Corrí el cortinado que impedía el ingreso de la luz externa y me adentré lleno de dudas. No quería que mi hermana o David advirtieran mi presencia. La iluminación en la platea era escasa, lo que me animó a seguir adelante. Una vez dentro, recorrí el recinto con los ojos mientras se adaptaban a la penumbra. Vi a Davo sentado en una de las butacas cercanas al escenario, de espalda a la entrada. Por algunos segundos se libró una lucha —otra más— dentro de mí; una parte me instaba a acercarme a saludarlo, pero la otra, la que no quería que me descubrieran, me gritaba que era mejor permanecer oculto. Un simple hecho inclinó la balanza hacia esta última opción: él no estaba solo. Parecía bastante ocupado charlando con un chico que reía animadamente con su cuerpo apoyado en el respaldo del asiento de adelante. Las rodillas de David se acomodaban entre las piernas abiertas del tipo. Un cosquilleo me cerró el estómago. Entonces, lo reconocí; se había cortado el pelo, pero no tenía dudas que se trataba del mismo tipo que había estado en mi casa. ¿Acaso se trataba de su nuevo mejor amigo? ¿Era gracias a él que ya no sentía ganas de hablar conmigo? Reparé con cierto desdén en el comportamiento de ambos, en la gran confianza que parecían tenerse. Ningún hombre se inclina a hablarle a otro al oído si no se conocen bien. Me sentí descolocado. Inseguro. Sin saber qué estaba haciendo en aquel lugar, para qué había ido.

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