45. Zeta

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No volvimos a hablar sobre ese asunto durante lo que nos quedó del viaje, supongo que ambos pensamos que no podíamos pasar los dos meses siguientes inmersos en aquel estado de ánimo. Quizá por eso nos esforzamos en acompañar los mates improvisando chistes sin sentido y tonterías diversas. Sin embargo, por dentro, me sucedía algo extraño; había cierto pesar que me cerraba el pecho. Noté que me esforzaba por disimularlo y que era la primera vez que me vía obligado a algo así frente a David. Me invadía una mezcla de sensaciones que no lograba clarificar y me impedía estar bien. Por un lado, estaba el deseo de que él se sintiera cómodo, que olvidara la nefasta golpiza, todos sus pesares y lo que pudiera hacer que se sintiera mal (ese había sido el principal objetivo de las vacaciones); pero por otro, remordía cierta amargura que no se disipaba. Era como si un veneno poco a poco fuera avanzando dentro de mí.


El camino que debía tomar hacia la cabaña de mi tía parecía escondido detrás de unos viejos eucaliptos, por lo que tuve que prestar especial atención para no seguir de largo. Giramos hacia la derecha y tomamos una estrecha huella de arena que se abría entre los matorrales salvajes. Davo iba estudiando el paisaje con fascinación desde detrás del vidrio de la ventanilla, por lo que permanecimos en silencio durante los casi cuatro kilómetros que separan la ruta principal de la playa. Giré esta vez hacia la izquierda. Me consultó con la mirada si habíamos llegado y le señalé con el mentón el techo de madera y la chimenea dormida de la casa, que asomaban solitarios tras los médanos amarillentos.

—¡Al fin! —se entusiasmó.

Parecía un niño, lo que me causó gracia.

Habíamos avanzado apenas algunos metros más, cuando la delgada figura de mi tía apareció sobre uno de los montículos de arena. Davo se volvió hacia mí, se lo notaba nervioso.

—Llamala por su nombre y tratala de vos —le aconsejé—, no le gusta que le digan "usted" o "doña".

Suspiró profundo y se mordió los labios.

Mi tía agitó sus brazos en alto, al tiempo que el viento costero le arremolinaba el cabello rizado y largo, que ya por entonces había comenzado a agrisarse. Dio un brinco y bajó corriendo hasta la calle para encontrarnos a medio camino. Tras de ella vino su pitbull blanco.

—Dos visitas en un año, ¡qué alegría! —gritó cuando nos detuvimos.

—Te prometí que volvería pronto.

Ni bien bajé del auto me estrechó en un abrazo, de los que solo ella sabía dar. Davo nos observó desde cierta distancia mientras esperaba para saludar.

—Vos debés ser David —le dijo.

—Sí, mucho gusto —tartamudeó.

—Vení, no seas tímido, vení a saludar a la tía —lo animó.

Él rio, aún indeciso, y caminó hasta nosotros rodeando el vehículo. Cuando lo tuvo a tiro, ella estiró una de sus manos y lo llevó hasta sí de la misma manera en que había hecho conmigo. David aceptó la efusiva bienvenida con una risa nerviosa. Reí porque sabía que se estaba muriendo de vergüenza.

—Sos mucho más pintón de lo que me había contado Fabrizio —lanzó ella.

Sentí mis mejillas encenderse.

—Nunca dije eso —me apresuré en aclarar.

La cara de Davo también se ruborizó.

—Debe de haber sido tu vieja entonces —se desentendió.

Por un segundo, pensé que la idea de instalarnos allí podía ser muy mala. Lilia siempre había sido una persona particular, tanto en su modo de ser como en su vocabulario. Las palabras parecían escurrirse por sus labios sin pasar por ningún tamiz. Decía lo que le venía a la cabeza sin medir posibles reacciones. Debía prepararme para pasar por más de un momento incómodo.

Bajamos los bolsos del auto y la seguimos hasta el interior de la casa.

—Guau, qué lugar tan lindo —se asombró David.

—Gracias —se alegró ella—. Está un poco venida abajo mi pobre refugio, aunque trato de mantenerlo lo mejor posible. Vivir cerca de la playa es muy lindo, pero las cosas se degradan mucho más rápido.

—Te podemos dar una mano en lo que haga falta —sugerí.

—Es hermosa la decoración marina —insistió él—. ¿Estas caracolas las recogiste vos o las compraste?

Caminó hasta la chimenea, cuya parte superior estaba abarrotada de conchas pegadas a la pared formando un círculo.

—Las fui encontrando con los años. Acá, hacés dos pasos y aparecen —señaló con la cabeza hacia el mar.

—¡Se pueden escuchar las olas! —volvió a sorprenderse él.

—La playa está apenas a doscientos metros —dijo ella sonriendo.

—Muero por conocerla.

La cabaña en donde vivía mi tía era bastante rústica. Una casa prefabricada en madera y afianzada sobre pilotes, que en ese momento cubría la arena. Constaba de dos cuartos, un baño, una sala y una cocina unidas en un comedor. Tanto por dentro como por fuera estaba pintada de un celeste muy suave que combinaba con blanco en las aberturas y techos. La decoración era descontracturada, de colores pasteles y temática típica. El año anterior había mandado a construir una galería en el frente, para protegerse del potente sol en verano y del incesante viento en invierno. También el garaje en el jardín era reciente, al igual que una suerte de cobertizo que aún estaba sin terminar.

—Vengan, chicos, dejen sus cosas en este cuarto. Después saco algunos de mis cachivaches y los paso al mío, así están más cómodos —ambos fuimos hasta donde estaba ella—. Ah, les pido mil disculpas, porque traté de conseguir un colchón, pero me fue imposible con tan poco tiempo de anticipación. Sobri, ¿tenés algún problema en compartir tu sofá con Alain Delon?

—¿Con quién? —me sorprendí.

—Con tu amigo, ¿no se parece a Alain Delon?

Davo y yo nos consultamos con una mirada incómoda.

—No —respondí—, no me jode en lo más mínimo.

—Yo puedo dormir en el piso —sugirió él.

—En esta casa ni Ramiro duerme en el piso —lo cortó.

—¿Quién es Ramiro? ¿Tu novio? —quiso saber.

—El perro —reí.

—De verdad —retomó mi tía—, ¿no les molesta compartir el sofá? Si les resulta incómodo puedo hablar con Naty para ver si me consigue un catre en Mar del Plata.

—No, no, no se preocupe, señora —insistió Davo—. Lo que menos quiero es molestar.

Al terminar de hablar echó una oteada rápida hacia mí y de inmediato la desvió hacia el piso de madera.

—Pero, ¿a este quién lo mandó? ¿Tu viejo? —soltó ella divertida, lo que me hizo reír—. Por Dios te pido, Alain Delon, no me llames señora. Decime Lilia o tía Lilia. Nadie osa hacerme sentir una vieja bajo mi propio techo. Mirá que vas a dormir en la arena, eh.

—Nos vamos a arreglar bien, tía. Despreocupate.

TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora