11. Zeta

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Para la fiesta de ese domingo había pedido organizar algo distinto a la típica reunión infantil con torta, payado y globos. Estaba entrando oficialmente en mi adolescencia, por lo que creí conveniente exigir que se tomaran en cuenta mis demandas y tener algo más parecido a las celebraciones que acostumbraba a hacer mi hermana junto a sus amigotes de dieciséis.

Ya hacía rato que el calor del incipiente verano nos atosigaba, de modo que se me ocurrió que una reunión en la parte trasera de la casa, junto a la piscina, era la mejor idea. Les avisé a mis invitados que debían traer bañadores, porque era más que seguro que nos daríamos una zambullida.

A las tres de la tarde comenzaron a llegar los primeros chicos, dándose por iniciada oficialmente mi fiesta de cumpleaños número trece. A medida que el tiempo iba transcurriendo, me fui dando cuenta de que no me sentía del modo que había previsto y comencé a intuir que era porque David no aparecía. La sospecha de que podía no presentarse me cerraba el estómago y la garganta. Traté de que nadie lo advirtiera, aunque debo de haberlo hecho muy mal, porque mamá se acercó un par de veces a preguntarme si estaba todo bien. ¿Qué podía responder más que sí, que todo estaba perfecto?

Para las seis de la tarde la fiesta estaba en todo su auge y, a pesar de lo que pudieran pensar los vecinos por el griterío y el gran movimiento que había en el patio, no éramos muchos, más o menos unos quince chicas y chicos. Algunos se refrescaban en la piscina, otros, agobiados porque acabábamos de jugar a la pelota, estábamos a punto de hacerlo y el resto se había ubicado desde temprano en una mesa apartada, canturreando acompañados por una guitarra que había traído Javier, uno de los compañeros de clase.

Justo en el instante en que los observaba, escuché sonar el timbre de calle. Recorrí con una ojeada rápida a los presentes para comprobar quién más faltaba. Estaban todos, solo podía ser él.

—¡Voy yo! —grité y me apresuré en llegar hasta la entrada.

Abrí la puerta entre nervioso y ansioso.

Al hacerlo, el amigo más esperado apareció ante mí, mordiéndose los labios y estrujándose los dedos de las manos. La felicidad que sentí al ver que era él fue tal, que solo atiné a abrazarlo. Hizo un gesto de alegría cuando lo apretujé.

Nos sonreímos con complicidad al distanciarnos.

—Más vale tarde que nunca, ¿no? —soltó.

—Pensé que no venías.

—No podía fallarte. Además, ¿quién te aguantaba después?

—¡David! —gritó mi madre con alegría, llegando junto a nosotros—. ¿Por qué no lo hacés pasar, Fabrizio?

—Mamá, acaba de llegar, nos estábamos saludando —blanqueé los ojos.

Me hice a un costado para permitirle el ingreso. Agachó un poco el mentón como si pidiera permiso y dio algunos pasos cargados de timidez, al tiempo que iba observando cauteloso el interior de la sala. Mamá le dio un beso de bienvenida y comenzó a preguntarle cosas típicas de madres: que si había viajado bien, que qué tal le estaba yendo en el colegio y no sé qué más. Volví a revolear los ojos con impaciencia, me molestaba que siempre hiciera lo mismo: que se mostrara más amiga de mis amigos que yo. Le hice una seña disimulada para que nos dejara en paz.

—Está bien, está bien. No molesto —se burló.

—¿Querés cambiarte las zapatillas? —le pregunté en voz baja cuando nos quedamos solos.

—Bueno, dale.

Le pedí que me siguiera hasta mi habitación. En el camino le iba contando lo que había ocurrido en la fiesta hasta ese momento, pero él no me prestaba demasiada atención, sus ojos se detenían en cada objeto que se le cruzaba.

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