38. Davo

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No recuerdo muy bien cuándo comencé a lastimarme, a buscar hacerme daño a través de cortes y evitando las comidas. Creo que fue después de la primera gira de conciertos y mientras grababa la segunda de las seis telenovelas en las que participé. La presión era cada vez mayor; las críticas generalmente eran despiadadas, a contramano de la opinión del público; aunque también resultaron poco generosos muchos de mis colegas de mayor trayectoria. Cuando comenzaron a llegar los compromisos y los contratos, quise creer que estaba preparado para lo que se venía. Era lo que había buscado toda la vida. Era lo que había soñado en la soledad de la terraza de mi casa, cuando le rogaba al cielo algo de felicidad, una señal que me indicara que mi vida tenía un propósito; que no era todas esas cosas horribles que vivía gritándome mi padre. Lo cierto era que no estaba preparado. Primero, comencé a saltear comidas. Un día el almuerzo, otro la cena; en algún punto llegó la noche y no había probado bocado. Me mentía diciendo que no tenía hambre o que prefería hacerlo para no ganar peso. Aún no era consciente de que lo que buscaba era castigarme. Recién lo percibí al año siguiente, cuando me asustó el no poder detener el sangrado de una herida que me había infligido en el lado derecho de la cadera. Allí comenzaron las excusas para los demás, los "accidentes" que se sucedían con una frecuencia asustadora. Lo que había iniciado sin darme cuenta, se tornó un hábito incontenible. Con semejante accionar buscaba bloquear todo lo que arrastraba desde un tiempo que ni siquiera quería recordar. Me urgía tomar el control de mi propio dolor, liberar tantos sentimientos que me abrumaban y que sobrepasaban infinitamente mis límites mentales. Cuando las preguntas de mi equipo más cercano comenzaron a acorralarme, tomé cuidado de lastimar en sitios donde nadie pudiera darse cuenta: bajo la ropa interior, en las yemas de los dedos, debajo de las uñas.

Un día, varios años después, me desmayé en pleno escenario mientras daba un concierto. Hacía dos días que no comía, pero también se habían sumado otras causales: venía perdiendo demasiada sangre a diario, lo que derivó en una anemia. A semejante cuadro, había que sumarle el alcohol, las drogas y las escasísimas horas de descanso. Aquella noche el equipo médico presente en el estadio no consiguió devolverme el conocimiento de inmediato, por lo que me internaron. Fue ahí cuando descubrieron las cicatrices a lo largo de todo mi cuerpo, las de mi niñez y las más nuevas. Mi representante de entonces me obligó a que iniciara un tratamiento con un psiquiatra, lo que en principio ayudó a que dejara de castigarme, pero solo duró algunos meses. Todavía no entendía por qué lo hacía, como tampoco intuía que continuaría flagelándome durante tantos años. Hoy, por lo menos soy consciente de que esa necesidad irrefrenable puede disiparse durante algún tiempo, y que ese lapso puede ser a veces corto, otras más largo, pero que siempre he terminado recayendo. También aprendí que, a pesar de nunca haberlo conseguido, he continuado buscando tapar mis otros dolores, los que son más profundos y que parecieran nunca sanar. Añejas cicatrices internas que carga mi cuerpo y que llevo marcadas a fuego bajo la piel que intento en desespero lastimar.

Dos semanas antes, aquella tarde en que me probaba ropa en el shopping mall, no conseguí contenerme; por lo que debí soportar un nuevo motivo de acecho por parte de la prensa cuando vieron que abandonaba el lugar con una mano vendada. Aquello devino en toda una semana copada de horas televisivas inútiles, donde los especuladores soltaban las más absurdas teorías sobre lo que me había ocurrido. Ríos de tinta sobre lo mismo. Qué hablar de las redes sociales, donde el odio y el veneno parecen imponerse para hablar más alto que la sensatez. Desde entonces, comencé a esforzarme con mayor ahínco por contener esos impulsos tan imprevisibles que consiguen arrebatarme la razón por momentos. Con los años y los distintos tratamientos, he ido incorporando tácticas y estrategias para poder hacerles frente, aunque no siempre me resulta posible. Juro que he hecho mi mejor y mayor esfuerzo; repitiéndome hasta el hartazgo que en algún momento las circunstancias que tanto dolían cambiarían. Sin embargo, ya me había escuchado aseverar lo mismo muchísimas veces, durante un período demasiado prolongado.

Quería creer que un día me curaría. Lo necesitaba. Tenía en claro que no podía seguir por el mismo camino que había transitado casi toda mi carrera.

Nada deseaba más que poder sentirme mejor, pero ¿cómo cerrar las cicatrices que en más de cuarenta años no habían sanado?


Faltaban apenas dos días para la reunión de excompañeros del secundario, lo que me atosigaba y provocaba un sinfín de sentimientos contradictorios. Tanto, que casi no lograba reconocer lo que sentía. Sabía que, en gran medida, eso era lo que me estaba llevando a tales niveles de ansiedad, pero también había comenzado a verlo como un posible quiebre en mi caída permanente. Existía una parte de mí que se había perdido en aquella época, algo mío que extrañaba y que ansiaba recuperar. Sabía que la clave estaba en mi pasado, en ese pasado. El reencuentro podía significar un nuevo comienzo, o no, pero necesitaba mantener encendida la esperanza.

Si había llegado hasta allí, tenía que haber algún motivo.

Ese motivo podía ser él: Fabrizio.

La posibilidad tan cercana de volver a tenerlo frente a mí me aterraba y me animaba en partes iguales. Me causaba un pánico inmanejable su posible desinterés, que me demostrara apatía o que ni siquiera quisiera acercarse o saber sobre mi vida. Podía ser devastador, lo peor que jamás me hubiera ocurrido. ¿Cómo dejaría de sentirme un idiota, el ser más infeliz del planeta? Porque si nuestra realidad se limitaba a esa indiferencia suya, entonces ¿por qué había vivido bajo su sombra durante tantos años?

No podía negar de que en gran medida había vuelto por él.

Nunca había podido resignarme, aceptar la manera dolorosa en que todo había terminado.

Habían sido inútiles los intentos por dejarlo atrás.

Había hecho un millón de cosas para borrarlo, olvidarlo, desterrar su fantasma de mis pensamientos.

Casi treinta años haciéndolo, sin ningún éxito.

Algo en mí se negaba a aceptar lo que nos había sido impuesto de tan mala manera.


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