17. Zeta

25 6 0
                                    


Me le acerqué al día siguiente a la salida de clases.

—Basinas...

—Zeta...

—¿Vas para algún lado?

—Para mi casa.

—¿Me acompañás caminando hasta la mía?

Sonrió.

—Dale.

El día estaba nublado y el viento frío no propiciaba mucho para que hiciéramos a pie todas las cuadras que teníamos por delante, pero era una buena excusa para conversar y tratar de acortar distancias.

—Perdoname por lo de ayer —solté.

—No, perdoname vos a mí.

Nos miramos con duda.

—Es que a veces me cuesta entenderte —intenté medir mis palabras.

—Ni yo me entiendo, Zeta.

El inicio de la adolescencia me hacía sentir descolocado en la escuela, en mi casa y hasta con mi grupo de amigos, pero en especial con David. No entendía por qué me sacaba de mis casillas con tanta facilidad. Cómo afectaba tanto mi estado de ánimo.

Lo busqué con los ojos pretendiendo hallar una respuesta. Me encontré con que también me miraba. Apreté el gesto y ambos nos sonreímos de manera cómplice.

—¡Es que sos un cabezón! —salté sobre él y le desacomodé el pelo. Sabía que odiaba que le hiciera eso. Le gustaba estar siempre muy arreglado.

—¡No, idiota! —trató de deshacerse de mí.

—Ay, él; que tiene que verse lindo.

—¡Basta, Zeta! No seas chiquilín.

Retomé la distancia riendo a carcajadas.

Él se arregló el cabello.

—Bueno, nada —retomé—. Quería decirte que por más cosas que hagas para dejemos de ser amigos, no lo vas a conseguir.

—Yo no quiero eso.

Le hice una mueca de reproche.

Había algo en su expresión que me hablaba de miedo, de culpa, de inseguridades.

—Es que somos distintos, nada más —soltó con cierto pesar.

—Es eso lo que no pesco. ¿Distintos, cómo?

—Vos te estás convirtiendo en el chico del que todos quieren ser amigos y al que todas las chicas le andan atrás como moscas a la miel.

—¿Esas no son las abejas? —intenté hacer un chiste.

—No. Las abejas la producen, las moscas... Eso no importa.

Blanqueé los ojos.

—Hablando en serio, Zeta: a vos te gustan los deportes y andar siempre grupos enormes de gente. A mí nada de eso me hace sentir cómodo. Perdoname, pero creo que soy demasiado inseguro.

—Igual podemos ser amigos.

—Sí, claro; pero como ya te dije: no podemos estar todo el tiempo pegados como siameses.

Pensé decirle que no me gustaba que tuviera secretos, porque sabía que había cosas que no me decía. Que su actitud me hacía sentir excluido. Pero las palabras del día anterior de mi madre vinieron a mi mente y me limité a asentir. Quería aceptar lo que me ofrecía.

—Las chicas no me andan atrás como moscas — solté. El humor siempre era un recurso para distender.

—No, claro. Y yo soy Alf —rio.

—Vos también tenés a varias loquitas que te andan atrás, eh.

Me miró apretando una sonrisa burlona.

—¡De verdad! —insistí—. No puedo decirte quién porque me matan, pero me anduvieron preguntando mucho por vos últimamente.

—Bueno, sí, está bien. Mejor cambiemos de tema.

—¿Qué? ¿Te da vergüenza? —me burlé.

—Zeta, no me hagas sentir incómodo.

—No seas tímido, Davo. ¡Somos amigos!

—Llegamos —me cortó.

No me había dado cuenta de que ya estábamos frente a la puerta de mi casa.

—¿Querés quedarte a comer?

—No voy a caer así, de sorpresa, sin haber avisado. Tu mamá nos va a matar.

—¡¿Estás loco?! Mi vieja te quiere más que a mí.

—¡Callate, nabo! —rio.

Lo analizó unos instantes y terminó aceptando la invitación.

—¡Mamá, mirá a quien traje! —grité mientras ingresábamos.

—¡David, qué milagro verte! —se acercó a saludarnos—. ¡Dios mío, pero qué lindo te estás poniendo! ¿Cuánto creciste?

Él se ruborizó y comenzó a tartamudear.

Me morí de risa.

—No sé... no me medí.

—Mamá, no le des ala, que siempre me trata de petiso.

Nos contempló a ambos con esa expresión de satisfacción que solo las madres consiguen.

—Los dos están hermosos, son los chicos más churros que he visto en mi vida. Vamos, dejen las cosas en el sofá y vayan a lavarse las manos, que ya está lista la comida.

Davo y yo nos miramos entre divertidos y avergonzados.


TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora