9. Zeta

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Recuerdo haber decidido el regalo que le haría incluso antes de saber el día en que había nacido; luego, haber aguardado con paciencia a que se diera la oportunidad de averiguar cuánto calzaba y después ir haciendo una vez más un trabajo de hormiga para sonsacarle qué tipo de zapatillas eran las que le gustaban. Una vez conseguidas esas respuestas, convencí a mi mamá para que me acompañara hasta una tienda deportiva y que pagara el —nada barato— regalo.

Aquel catorce de agosto me levanté más temprano que de costumbre. Llevaba toda la semana anticipando la reacción que tendría David al recibir el paquete, por lo que ya no conseguía controlar el entusiasmo por verle esa cara de felicidad que había imaginado. Fui uno de los primeros en llegar a la escuela aquella mañana y, como no quería entregarle el presente delante de todos, fui hasta el aula y lo escondí debajo de mi pupitre.

Le interrumpí el paso ni bien atravesó la puerta de entrada desde la calle.

—Te estaba esperando —solté ansioso.

Me miró con una cara extraña, mezcla de sueño y de susto.

—¿Te caíste de la cama? —bromeó.

—No... Dale, acompañame hasta mi banco que me olvidé algo...

Frunció el ceño y reparó en el patio completamente vacío.

—Todavía falta media hora para que empiecen las clases.

—Ya lo sé, pero quiero mostrarte algo.

—¿Querés mostrarme algo o te olvidaste algo? —dudó.

—¡No importa, vos seguime!

—Qué bicho raro que sos, Zeta —protestó, mientras comenzaba a caminar tras de mí.

Nervioso, le pedí que se sentara en su lugar de siempre en cuanto yo hacía lo mismo en el mío. Las luces de las aulas aún no habían sido encendidas, de modo que estábamos prácticamente a oscuras.

—¿Todo bien? —se impacientó.

—Sí... —solté distraído, tanteando con una mano en busca de la bendita caja—. Cerrá los ojos

—Zeta...

—Dale, no seas gil.

—Está bien —se resignó.

Cuando me cercioré de que no espiaba, coloqué el paquete, con moño y todo, frente a él.

—Ya podés mirar.

Abrió los ojos un poco desconfiado y cuando descubrió la sorpresa, se volteó hacia mí con los ojitos centelleantes.

—¡Te acordaste!

—Por supuesto que me acordé. ¡Feliz cumpleaños, amigo!

—Gracias, Zeta. ¿Lo puedo abrir? —se entusiasmó.

—¡Obvio! Es tuyo.

Rasgó el papel de manera un tanto caótica, entorpecido por los nervios y la prisa lógica. Se detuvo un segundo para contemplar la caja con el logotipo de Adidas por fuera. La abrió con cuidado, como si temiera que se tratara de una broma. Tomó cada zapatilla con una mano y se volvió hacia mí con los ojos y la boca muy abiertos, tratando de contener la incredulidad.

—¿Te gustan?

—Pero... Zeta... —noté que se le humedecían los ojos.

—Probátelas, dale. Quiero ver si te quedan bien.

Impaciente, me agaché frente a él y comencé a desatarle yo mismo los cordones del calzado que llevaba puesto. Se colocó las nuevas zapatillas y se puso de pie para mostrármelos, sin quitarles un segundo los ojos de encima.

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