59. Zeta

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Esa noche no pude pegar un ojo. Los pensamientos se desataban frenéticos en mi cabeza, provocando preguntas sin respuestas e inundándome de dudas y de incontables miedos. Me temía a mí mismo, le temía a mi destino, me aterraba la incertidumbre de cara a lo que podía venir. Di vueltas en la cama, me levanté varias veces: al baño, a beber agua. La puerta de nuestro cuarto permanecía cerrada. Lo imaginé durmiendo tranquilamente, ajeno a mi caos mental.

"Es mejor así", intenté convencerme.

Ramiro me seguía con la mirada cada vez que me veía aparecer en la sala y hasta decidió salir conmigo al patio cuando creí que lo mejor era tomar un poco de aire fresco.

Me detuve a contemplar las estrellas.

Deseaba una vida más simple, sentimientos menos confusos, una mayor certeza de mí mismo.

Cuando el alba comenzó a despuntar, decidí que lo mejor era volver a la cama; aunque no tuviera sueño, aunque intuyera que nunca más volvería a sentirme lo suficientemente relajado como para poder descansar. Pero el cuerpo debe de ser mucho más sabio que la cabeza, porque en algún punto, ya siendo de día, conseguí dormirme.

Cuando desperté eran las tres de la tarde. Me desperecé para intentar disipar la pesadez que me hundía en aquel colchón. Durante esos primeros instantes había olvidado todo lo ocurrido en las jornadas previas, pero, al recordarlo, me invadió la misma tristeza y el mismo desasosiego inentendible.

Permanecí tirado allí tanto como los dolores musculares me lo permitieron. Desconocía si las molestias se debían a la manera desquiciada en que había entrenado durante la tarde previa o por la falta de costumbre de estar tanto tiempo acostado. Cuando decidí abandonar el cuarto, encontré que no había nadie en la casa; ni siquiera el perro, que rara vez se apartaba del sofá de la sala. Me lavé la cara, los dientes y salí para ver si se encontraban en el patio. El calor de la tarde me golpeó ni bien puse un pie en el porche. Tampoco había nadie fuera. Agudicé el oído, pero no escuché nada más allá del silbido que producía el viento marino al pasar entre matorrales que bailaban solitarios sobre los médanos.

Mientras desayunaba comencé a sentirme culpable por lo sucedido. Recorrí con la mirada los ambientes vacíos de la vivienda y no pude más que saborear un arrepentimiento profundo por lo que había causado. Me pesaba la pelea, el no intentar comprender a mi amigo, el detestar al que había elegido como pareja, el desear con tanto ahínco que no estar en aquel lugar con él, el culparlo de lo que me ocurría.

Eran casi las cinco de la tarde y aún no había tenido noticias de Davo. Estaba preocupado. En un momento, pensé en ir hasta la playa para ver si lo encontraba, pero ¿qué le iba a decir? "Perdoname por haber actuado como el peor de los idiotas". "Hagamos como que no pasó nada". "Por favor, no me lo tomes en cuenta y nunca se te ocurra mencionar que ha sucedido".

No me daba la cara.

Volví a salir. Recorrí los alrededores con la mirada y reparé en que, junto a una de las poltronas, estaban las latas de pintura, las tablas de madera y las herramientas que habíamos comprado antes de la tormenta. Decidí que lo mejor que podía hacer era ocupar mi tiempo pintando y arreglando el galponcito; por lo menos estaría haciendo algo útil y despejaría la mente.

Lo primero que hice fue colocar las puertas en sus bisagras, intenté calibrarlas pero iba a precisar de la ayuda de alguien más para haberlo bien y que cerraran como correspondía. Después reemplacé las tablas de madera que estaban en mal estado y clavé las que faltaban. Por último, me dispuse a pintar. No sabía qué hora era, no llevaba reloj, no llevaba nada en realidad —para no dañar la ropa vestía apenas un viejo short de jeans—. Noté que el sol ya había comenzado a caer, por lo que la luz del día iría desapareciendo. Pensé que era mejor que me apurara en comenzar, aunque estaba claro que recién podría terminar al día siguiente. Di las primeras pinceladas y tomé algo de distancia para tratar de convencerme de que el tono que estaba utilizando se vería bien. David había elegido un color lavanda muy poco convencional, asegurando que combinaría con el estilo de la casa. Sonreí al darme cuenta de que semejante elección era algo muy suyo. Él mismo desentonaba y brindaba una vivacidad atípica a la monotonía que nos rodeaba. Siempre había sido así: un rayo de sol tratando de abrirse camino en medio de nubarrones de tormenta. Me di cuenta de que, contrario a lo que había querido convencerme, él había adicionado un viso particular a mi vida, una candidez especial, el toque que necesitaba.

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