20. Davo

96 20 4
                                    


Apagué la televisión porque, de verdad, me fastidiaba ver ese tipo de coberturas. Había vuelto a mi país en busca de un poco de tranquilidad y ni siquiera podía salir del hotel sin que un ejército de fotógrafos y fanáticos me siguiera hasta donde fuera que se me ocurriera ir. Era peor que en Miami, me estaba hartando. Me cuestionaba una y otra vez si la decisión que había tomado era la acertada o si me había precipitado en mi intento desesperado por sentirme mejor, queriendo sacarme de encima toda la presión que sentía debido al punto de inflexión al que había llegado mi carrera.

Malena, que había viajado conmigo y se hospedaba en una suite en el mismo hotel que yo, era la única compañía que tenía por esos días. Además, se ocupaba de ser mi escudo protector para con el resto del mundo. Filtraba los incesantes llamados de Marrero, de los periodistas y de un montón de otra gente de la que no me interesaba saber. No sé qué hubiera hecho sin ella.

La llamé para ver si había avanzado en la búsqueda de un lugar fijo para alojarnos. Esperaba poder tener al fin mayor privacidad y sosiego.

—Mañana iré a ver dos casas y algunos apartamentos, señor.

—Gracias, Malena. Vos ya sabés lo que me gusta y lo que no. Aunque creo que un departamento por esta zona, para tener como base desde donde moverme, podría ser bastante más tranquilo que una casa. Sobre todo si es en un piso alto, un pent-house o algo así.

—¿Está pensando en instalarse en Buenos Aires de manera definitiva, señor?

—No necesariamente, más que nada quiero tener un sitio adonde volver durante un tiempo.

Sonrió, parecía complacida.

—Si me permite entrometerme, le diría que salga más. Es hermosa esta ciudad, me hace acordar en algunas cosas a mi Habana querida.

—¿Extraña a su país, Malena?

—Cada día, señor.

—Siempre se echa de menos el lugar donde uno ha nacido —pensé en voz alta.

Me asomé por la ventana que daba a una de las terrazas de la suite, desde allí podía contemplar el perfil de la ciudad. Gracias a la aislación acústica no llegaba ningún sonido desde la calle. Pude distinguir en la vereda al mismo grupo de gente que acababa de ver en el noticiero, seis pisos más abajo. De pronto, una de las chicas descubrió mi figura tras el cristal. Comenzó a agitar los brazos y a saltar para llamar mi atención. Alcé una de mis manos, le sonreí con timidez y la saludé. Los flashes comenzaron a dispararse hacia el último piso del viejo edificio portuario devenido en hotel de lujo.

—Voy a esperar a que pase la novedad de mi presencia en la ciudad —retomé la conversación con mi asistente—. Cuando las aguas estén más calmas, comenzaré a hacer más cosas, se lo prometo.

—Le va a hacer bien, se lo prometo.

—Tal vez me venga bien un viaje a la costa. Hay cierto lugar que quisiera visitar.

—¿Va a ir a la playa, señor? En Miami las tenía por todos lados y jamás las visitaba.

Sonreí, alejándome de la ventana.

Me pareció divertido que ya no utilizara tanta formalidad para hablar conmigo. Algo había cambiado en ella desde la noche que me encontró inconsciente en la bañera. A decir verdad, a mí me había sucedido lo mismo. Durante ese último tiempo, su figura constante y su interés genuino por mi bienestar, resultaron un aliciente para mis constantes cavilaciones.

Ella era una suerte de lugar seguro en el que podía refugiarme.

—Las playas aquí son diferentes, Malena; ya las conocerá. No quiero ir a tomar sol, sino a buscar un poco de paz. Además, hay un lugar allí que significa mucho para mí, al que desde hace mucho que quiero volver.

Los recuerdos invadieron de improviso mis pensamientos, sentí la emoción rastrera agolparse en mi garganta. Suspiré. Desvié la mirada para ocultarla. Había intentado durante años olvidarme de aquello. Había buscado borrar aquel lugar y lo sucedido en él. Pero volvía a vida una y otra vez, como un fantasma que no se cansaba de perseguirme.

Huí lo más lejos que pude.

Quise hundirme, ahogarme.

Probé quemar mi existencia de todas las maneras que encontré.

Todo fue inútil. Esas sombras nunca habían querido abandonarme. Era como si los recuerdos de esos momentos felices se hubieran empeñado en hacerme pagar un costo demasiado alto por haberme atrevido alguna vez a soñar, a ilusionarme.

Hacía rato había comenzado a sentir que durante los días de aquel verano había gastado toda la felicidad que había reservada para mi existencia. Y que luego, durante el resto de mi vida, había tenido que pagar ese crédito de los peores modos posibles, con los intereses más dolorosos.

—Señor —Malena me devolvió al presente—, volvió a llamar su hermana esta mañana.

—Gracias. Discúlpeme con ella, por favor. Explíquele que estoy tomándome un tiempo para mí, que aún no estoy del todo bien; que la llamaré en cuanto me sienta mejor.

—Claro, señor, como usted prefiera.

Reparé en su expresión contenida.

Sus labios apretados, el ceño fruncido. Las manos regordetas de piel oscura unidas a la altura del pecho, tratando de contener vaya a saber uno qué preocupaciones.

—Estoy intentando todo lo que puedo, Malena. Se lo juro.

—Lo sé, señor. Lo sé.

TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora