13. Davo

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Al fin había llegado el día en que daríamos la bendita conferencia de prensa. Marrero se presentó temprano en mi casa para que tuviéramos una reunión en la sala de juntas del estudio de grabación. Cuando entré, vi que también estaban dos de nuestros abogados, mi asistente y una de las secretarias de la oficina que me representaba.

—Esto es lo que tienes que decir —mi agente me entregó unas hojas unidas por un clip.

Tomé las impresiones, solo por la inseguridad que me provocaba nunca estar seguro de mis propias decisiones. Comencé a leer el texto.

—¿Quién se va a creer que me confundí de medicamentos? —la ridiculez que leía me causaba gracia.

—Es mejor esa duda a tener que reconocer un intento de suicidio —intervino con tono neutro uno de los abogados.

—La prensa ha especulado mucho durante el último mes respecto a lo sucedido, tenemos que minimizar... —medió Marrero.

—Estoy harto de mentir —sentencié.

—La gente cree que tuviste una sobredosis, nos está costando retener a los espónsores y la compañía discográfica dice que ya está harta de tu comportamiento —continuó mi representante algo más impaciente—. Decirles que fue un accidente es la única salida que tenemos. Se quedarán con la duda, puede ser, pero es mejor eso a que te vean como un...

—¿Como un qué? —lo desafié a que completara la frase.

—Alguien que no sabe controlarse, que se pasa el trabajo de los demás por donde ya tú sabes —escupió.

Lo clavé una mirada cargada de toda la rabia que me provocaba su presencia en ese último tiempo, pero me controlé y elegí no responderle.

Ya no tenía ganas de confrontamientos.

—Malena, ¿cuánto tiempo tengo hasta que llegue la limusina a buscarme?

—Una hora, señor.

—Muy bien —me puse de pie—, voy a prepararme. Nos vemos en el hotel o en la sala de conferencia.

—Yo iré contigo, así repasamos el texto y vemos un par de cuestiones —se apresuró Marrero.

—Nosotros vamos yendo para cerciorarnos de que todo lo solicitado para la rueda de prensa ya esté preparado —dijo la secretaria, consultando con la mirada a los abogados, que asintieron y también se pararon.

Salí del estudio con mi asistente siguiéndome de cerca.

—Señor, en su vestidor está preparado el traje que le envió el diseñador. Es el que usted había solicitado.

—Gracias, Malena. Me gustaría estar un rato a solas.

—Claro, mi señor.

Ni bien pude refugiarme en la soledad de mi habitación, busqué en uno de los cajones algo de ayuda que tenía escondida para controlar los nervios. Revolví las prendas con impaciencia hasta que di con el frasco de ansiolíticos.

Tomé dos pastillas que tragué sin buscar agua.

Llevaba una eternidad siendo famoso, pero cada vez me costaba más presentarme en público o enfrentar a la prensa. Con los años habían aumentando mis inseguridades y cada vez se me hacía más difícil protegerme en el personaje insolente y rebelde que tanto había utilizado en el pasado. Pareciera que a medida que una celebridad va perdiendo el encanto y la frescura que le brinda la juventud, se le perdonan menos cosas. Como si uno debiera estar justificándose todo el tiempo, pasar exámenes más y más exigentes para demostrar por qué ha sido exitoso o a qué se debe que todavía pretenda estar vigente.

Hasta el simple hecho de envejecer parece un pecado.

A veces pienso que lo mejor hubiera sido morir estando en la cima y, como tantos, quedar para siempre perpetuado en el Olimpo de los consagrados, de los jóvenes por siempre. Esos artistas que luego de desaparecidos pasan a ser venerados como deidades, únicamente porque tuvieron la suerte de haberse ido antes de que el mundo se percatara de que son tan humanos como los demás.

TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora