74. Davo

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Cuando Malena regresó aquella tarde, yo permanecía sentado en el sofá, exactamente en el mismo lugar en que él había estado un rato antes. Contemplaba la ciudad a través de los ventanales salpicados por la lluvia, perdido en cada pequeña lucecita que recorría las calles mojadas. Había permanecido allí desde que él se había marchado. Inmóvil. Pensativo. Incluso, ya había anochecido y yo había dejado que la oscuridad me envolviera. Tal vez buscaba esconderme en ella.

—¡Santo Jesús, qué susto! —soltó mi asistente al encender las luces de la sala, tomándose el pecho con ambas manos—. Parece un alma en pena. ¿Qué es lo que está haciendo ahí, en esa boca de lobo?

Creo que recién en ese instante tomé consciencia de la situación en que me encontraba.

—¿Se fue ya el señor Fabrizio?

—Sí, hace como una hora. Y usted, ¿dónde se había metido? Me estaba preocupando.

—Fui a uno de esos cafés que dan sobre los diques mirando al agua; me parecen tan bonitos. Perdón la demora, pero me entretuve trabajando desde el celular.

—Tiene que agendarme su número en el aparato nuevo, no lo recordaba cuando quise llamarla.

Observó a nuestro alrededor y juntó las manos sobre la parte delantera de su falda. Sabía que eso significaba que quería preguntarme sobre el encuentro, que le contara lo ocurrido.

Levanté el mentón hacia ella para animarla a decir lo que era obvio que le mordisqueaba la punta de la lengua.

—¡Qué guapo que es el señor Fabrizio! —lanzó—. Con esa piel morena, los ojos oscuros con esas pestañas y el cabello crecido con canas.

Me causó gracia.

—Lo es, ¿verdad?

—Mucho y es muy educado también —se entusiasmó.

—Peor para mí, entonces.

Me hundí en los almohadones de cuero, azolado por el pensamiento de que realmente seguía siendo muy atractivo; a pesar de los años y de las consecuencias que traen sobre todos nosotros. Ya no poseía aquel cuerpo escultural de deportista de la juventud, lo que resaltaba su carisma. Antes era fácil distraerse por su apariencia y dar por sentado su tan especial modo de ser. Ese ángel tan particular que poseía al mirar y que no había perdido, muy por el contrario.

—¿Por qué dice eso? —me trajo de regreso Malena.

Solté el aire por la nariz, casi como un lamento.

—¿Se puede saber de qué hablaron? —insistió.

—Puede saberse, Malena. Siéntese, no esté ahí parada.

Se acomodó la ropa con las palmas de las manos y se ubicó frente a mí.

—Ayer tuve un episodio nervioso en la reunión —confesé—, vino para ver cómo seguía.

La mirada se le entristeció y se mordió los labios.

—Fueron muchas cosas juntas —me excusé.

Su cuerpo inclinado hacia mí, me pedía que continuara contándole.

Tuve el impulso de hablarle de Javier, de su muerte, de cuánto me dolía no haber estado presente; pero sabía hacia dónde se encaminarían mis sentimientos si iba por ese lado y no quería permitírmelo. Estaba cansado de llorar, de lamentarme, de sentirme siempre culpable por todo. Ya se lo contaría en alguna otra ocasión, no tenía sentido en ese momento.

—Me invitó a cenar a su casa —dije en cambio.

—¿Fabrizio?

Asentí.

—¿Cuándo?

—Cuando yo quisiera...

—¿Qué le contestó?

—Que no podía hacerlo ahora.

—¿Alguna vez podrá?

—No lo creo —aspiré pesadamente.

—Parece buena gente.

Sonreí.

—Él dijo exactamente lo mismo sobre usted.

—¿Vio? Ya sincronizamos.

—¿Sabe qué me preguntó? Si usted sabía quién era.

Levantó las cejas y disimuló una leve sonrisa que se le formó en los labios.

—¿Y usted qué le dijo?

—Que no sabía nada.

Soltó una risita pícara.

—¿Qué? —me sentí ridículo.

—Yo creo que él sabe que sé.

—¿Cómo?

—Intuición...

—¿Usted le dijo algo? Si lo hizo, la mato.

Largó una carcajada.

—¿Amenazas laborales? —bromeó.

—¡Malena! En serio, ¿qué fue lo que le dijo?

—Nada, se lo prometo. Pero bueno... ¿no es extraño que lo haya hecho subir sin hacerle ninguna pregunta, solo con saber su nombre? No sería muy seguro con tantos reporteros y fans queriendo verlo...

Escondió la algarabía, pero lo ojos le continuaban brillando mientras estudiaban mi gesto de preocupación.

—¿Usted cómo se siente? —quiso saber.

Me encogí de hombros.

No podía explicar la mezcla de sensaciones que me embargaba. Eran confusas, contradictorias incluso.

—Yo lo veo bien —aseguró.

Era cierto, no me sentía triste. No tenía ese vacío en la boca del estómago que me hacía sentir que estaba todo el tiempo con ganas de vomitar. Tampoco esa nebulosa mental que me gritaba constantemente que nada tenía sentido, que corría una carrera que había perdido antes de iniciar. Sobre eso había estado meditando, sentado en ese sofá desde el instante mismo en que se había marchado.

Cuando finalmente nos despedimos y cerré la puerta tras él, descubrí mi pulso acelerado. Me llenaba algo muy parecido al entusiasmo, y hacía mucho que eso no me sucedía. Verlo, tenerlo de nuevo cerca, me hacía sentir bien. Sus gestos, sus chistes, su mirada; todo se sentía tan familiar.

—¿Sabe? Puede parecer loco, pero es como si el tiempo no hubiera transcurrido. Sé que está casado y que también es padre, pero al contemplarlo... es como si fuéramos los mismos.

—Lo son.

Mis dedos comenzaron a jugar con mi labio inferior. Trataba de asimilar lo que parecía disparatado.

—No le dé muchas vueltas, señor; ya lo hemos hablado: a veces hay que dejarse llevar y confiar en lo que nos tenga deparado el Señor, que es más sabio que nosotros.

Recorrí su expresión, interrogante; casi aterrado por los pasos que me tocaría dar más adelante.

—Hayque confiar —repitió.

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