51. Zeta

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Durante la tercera noche sucedió algo inesperado para mí. Habíamos estado todo el día en la playa con Davo mientras mi tía se había ido a trabajar a Mar del Plata. En principio pensamos que esa noche no regresaría, por lo que mi amigo se había puesto a cocinar. Casi cuando terminaba, escuchamos el viejo Renault 4L aproximándose y enseguida, al estacionarse, sus luces iluminaron el interior de la casa.

—¿Estas son horas de llegar? —bromeé ni bien abrió la puerta.

—Perdón, se me hizo tarde —se disculpó, acariciando a Ramiro que le saltaba y buscaba lamerle la cara para darle la bienvenida.

—¿Comiste, Lilia? —quiso saber Davo, mientras servía lo que había cocinado en sendos platos.

—Sí, ya cené, coman tranquilos. Me pego un baño y vuelvo. Les tengo una sorpresita.

David y yo nos consultamos en silencio sobre lo que podía ser. Tratándose de mi tía, se podía esperar cualquier cosa. Me acordé de la vez que, para una Navidad, asustó a mi abuela, su madre, con un sapo de peluche. La pobre vieja le tenía pavor a esos animales y, sin reparar en que se trataba de un juguete, se desmayó ni bien se lo arrojó encima y le aterrizó en la falda. Media hora después, y la abuela aún no había recuperado el conocimiento, por lo que, cuando debíamos sentarnos a cenar, estábamos todos esperando a que llegase el médico del pueblo.

Después de la comida, nos sentamos los tres en el exterior, tal como habíamos hecho las noches previas. El clima estaba un poco más ventoso en esa oportunidad, aunque no muy frío, pero a mí me hizo ilusión prender una fogata. Davo se entusiasmó con mi idea, por lo que salimos con la ayuda de una linterna y de Ramiro en busca de ramas y de troncos secos en el pinar cercano.

—Nos vamos a tener que bañar de nuevo antes de acostarnos —advirtió mi tía—, porque con olor a humo en mis sábanas no entran.

—Si no, nos metemos un rato en el mar —sugerí.

—Sobre mi cadáver —respondió tajante—, de noche el océano es peligroso. Escuchen qué bravo está.

Efectivamente, el sonido de las olas al romper era estruendoso y provocaba miedo.

—Siempre quise hacer una fogata en la arena —contó David, observando las llamas.

—Yo también, pero mi viejo nunca me dejó.

—No se te ocurra decirle que yo te lo permití, porque es capaz de demandarme —murmuró ella.

—Ya casi soy mayor de edad —respondí.

Mientras lo hacía reparé en su gesto, parecía no darle mayor importancia al asunto. A mí, sin embargo, me llenó la pregunta que había estado evitando hacerle desde nuestro arribo.

—¿Cuál era la sorpresa que tenías para nosotros, Lilia? —me interrumpió Davo.

—Ah, cierto. Me había olvidado.

Ella se levantó e ingresó al garage. Aprovechamos para acercarnos al fuego mientras se escuchaba con claridad una de las puertas del auto cerrarse.

—Algo que trajo de Mardel —sonrió él.

—Esperemos que valga la pena el entusiasmo.

—¡Ta-rán!

Nos giramos, y vimos que caminaba hacia nosotros mostrando en alto una guitarra criolla, como si se tratase de un trofeo. Reconocí el instrumento por unas flores que tenía dibujadas en su caja.

—¡Uh, tu guitarra! —grité—. ¡Cuánto tiempo que no la veo! ¿Dónde la tenías?

—En casa de Naty. ¿Te acordás, sobri, cuando vos y tu hermana eran chicos, que pasábamos horas cantando en lo de la abuela?

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