5. Zeta

149 23 7
                                    


Conocí a David cuando teníamos once años, durante el primer día del séptimo grado de la escuela primaria. Si pienso en él en aquel instante, lo recuerdo sonriente, haciéndome chistes y riendo por mi rara timidez momentánea. No tenía cómo saber yo que se trataba de la fachada perfecta de un niño que buscaba esconder todo el dolor que lo embargaba a tan corta edad frente a alguien que veía por primera vez.

Ese año mis padres me habían cambiado desde el turno tarde al matutino, por lo que aquella primera mañana no sabía ni donde estaba parado. Cuando acepté el cambio era consciente de que estaba renunciando a la compañía de mis amigos de siempre; había supuesto, incluso, que no sería fácil, pero jamás hubiera podido imaginar cuán complicado resulta integrarse a un grupo de alumnos que se conocía desde hacía siete años.

Las primeras horas me resultaron incómodas, aburridas y hasta un tanto tortuosas. Con el correr de los minutos, comencé a elaborar mil maneras de decirles a mis padres que me había arrepentido, que quería volver con mis compañeros de los años anteriores y que ya no me interesaba adaptarme a los madrugones del futuro colegio secundario con tanta anticipación.

Recuerdo no haber hablado con un solo compañero hasta media mañana, y que, cuando la maestra me presentó al resto de la clase, me enfrenté a algunos ojitos curiosos y a otros tantos que se me antojaron cargados de prejuicio y de sorna. Me sentí impelido a estar más atento que de costumbre a las miradas ajenas y, cada vez que alguien me echaba un vistazo, me invadía tal inseguridad que hasta un nudo me apretaba la boca del estómago, con tanta fuerza que me provocaba nauseas. Supongo que a los once años todos creemos que el único objetivo de los demás es juzgarnos, sintiéndolo casi como el fin del mundo.

Durante el primer recreo había salido al patio con la certeza de que podría entablar conversación con alguno de mis nuevos compañeros —nunca me había sido difícil socializar—. Para conseguirlo, me paré cerca de la salida del aula, calculando que, al pasar junto a mí, alguno de los treinta dos colegas se detendría con la intención de conocerme mejor. No fue así. Por primera vez supe lo que era sentirse invisible, transparente ante los ojos de un mundo al que yo no le importaba nada.

Otra vez el nudo en la boca del estómago.

No me reconocía.

Jamás me había sentido de tal manera y no quería volver a experimentarlo a la mañana siguiente.

Decidí encarar el segundo recreo de una manera muy distinta. Iba a esconderme en un rincón cercano a la oficina de la directora, sabía que nadie se acercaba a ese lugar por miedo a que lo reprendieran por alguna cosa. Me senté bajo el mástil de la bandera a observar cómo los demás se divertían, seguí sintiéndome ajeno a todo. Quería desaparecer. Teletransportarme al año anterior. A otros momentos en que, en ese mismo patio aunque varias horas más tarde mis compañeros de siempre me buscaban para jugar al fútbol con una pelota inventada, hecha de un trapo enrollado dentro de una bolsa de plástico.

Mientras divagaba por instantes más felices, noté que la sombra de alguien se proyectó sobre mí.

No sé por qué esa presencia inesperada me crispó: un frío me corrió por la espalda y terminó inquietándome.

Levanté la cabeza un tanto vacilante.

Había un chico parado frente a mí que me observaba con curiosidad. Sabía que nunca antes había visto ese rostro, y de inmediato me llamaron la atención sus ojos vivaces, que brillaban de un modo muy particular. Nuestras miradas se encontraron y él me sonrió. Por voluntad propia, mis labios se arquearon para devolverle el gesto. De pronto, ese pequeño acto amistoso e inesperado se sintió como un salvavidas arrojado después mucho tiempo de estar a la deriva.

TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora