46. Zeta

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Después de almorzar fuimos a la playa. Davo se maravilló con la ancha franja de arena que se abría tras los médanos y las "colas de zorro" de las hierbas pampeanas que bailaban al ritmo que les imponían los vientos del Atlántico.

—No hay nadie —observó.

—No, Alain Delon, acá nunca vas a encontrar un alma; salvo que aparezca algún pescador o gente del faro, pero no es frecuente.

—¿Lo vas a seguir llamando así? —me reí.

—Claro. ¿Quién lo manda a ser tan pintón?

—Gracias —se sonrojó—, pero los ojos claros te los debo.

—No le hagas caso —intervine—, es una cosa de la familia de mi vieja, les gusta ponerle apodos a la gente.

—¿Y cuál es el apodo de Fabrizio? —quiso saber él.

—A mí me dice "sobri" —me apuré.

—Bueno, ese es el de ahora, cuando eras más chico tenías otro...

—¿Cuál? —insistió David.

—No puedo contarte; cuando me llamó ayer por teléfono me prohibió hacerlo pasar vergüenza.

—Tía...

—No me pueden dejar así —la sonrisa burlona de mi amigo estaba a punto de sobrepasar los límites de su rostro.

—Pipi —soltó ella, junto con una carcajada.

—¿Cómo? —se sumó él a su risada.

—Tía, por favor...

Negué con la cabeza, ninguno de los dos parecía darse cuenta de que yo estaba ahí y que se estaban burlando de mí.

—¿Por qué Pipi? —quiso saber.

—¡Basta, Davo!

—¿Se hacía pis en la cama?

—No, no me hacía pis en la cama, che. ¿Por qué no la cortan?

—Porque nació prematuro —procedió a explicar— y cuando era bebé era tan chiquito, que parecía que te cabía en las manos. Era así de diminuto, además todo peludo y morochito.

Resoplé entre fastidiado y avergonzado.

—No entiendo qué tiene que ver Pipi... — David pensó en voz alta.

—Es que parecía un pipistrello, un murciélago en italiano. Un día se lo comenté a mi hermana, después empecé a bromear con eso; y desde entonces le quedó el sobrenombre.

Davo largó una carcajada estruendosa y comenzó a llamarme por mi viejo apodo.

—Ja-ja. ¡Qué gracioso que sos! —me ofusqué.

—Bueno, sobri, no te enojes. Ya no sos más tan feíto, el crecimiento te terminó favoreciendo —se burló y luego volvió a David—. ¿O no que mi sobri es de lo más fachero?

—El más fachero de todos —respondió él escapando a mi escrutinio.

—¡Mejor me voy al mar! —grité, quitándome la remera que llevaba puesta y arrojándola en la arena—. ¡Vamos Ramiro!

El perro corrió tras de mí y juntos saltamos hacia las olas que llegaban cargadas de espuma hasta la playa. Desde el agua pude ver que ellos también se habían movido del lugar en que estábamos, pero se habían detenido a mitad de camino y charlaban bastante animados. Sentí de nuevo esa incertidumbre que me había embargado durante el viaje. Era como si existiera una guerra silenciosa en mi interior, donde la alegría y la tristeza se enfrentaban para ver cuál de las dos dominaría por más tiempo mi estado de ánimo. Pero, ¿por qué iba a sentirme triste? ¿Por qué de repente cualquier tontería me irritaba?

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