72. Zeta

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Fuimos a buscar a mi tía a la terminal de Pinamar el domingo por la tarde. Aprovechamos para hacer algunas compras y nos encaminamos hacia Punta Médanos.

Tanto Davo como yo estábamos nerviosos por alterar la rutina que habíamos mantenido durante los últimos días.

En algún punto, no nos quedó más remedio que abandonar la cama y las cuatro paredes de aquella habitación. Sin embargo, no habíamos hecho mucho, más allá de pasar horas y horas disfrutando de la playa. Hasta hoy, ese punto de la costa argentina en donde se encontraba la casa de mi tía se caracteriza por su tranquilidad y los escasos visitantes; de modo que teníamos kilómetros y kilómetros de una ancha lengua de arena para nosotros solos. Caminábamos sin miedo al contacto o nos regalábamos cariños tímidos sin reparo de que alguien pudiera descubrirnos. Si algún pescador casual aparecía, agarrábamos el mate, los libros y las toallas y nos buscábamos algún otro rincón. Sobraban puntos solitarios en los que refugiarnos. El faro y sus alrededores se convirtieron en nuestros lugares favoritos, nos dirigíamos todas las tardes hacia allí cuando la luz del sol comenzaba a menguar. Nos sentábamos sobre algún médano en compañía de Ramiro y conversábamos sobre los temas más diversos, esperando a que los colores rojizos y anaranjados del cielo se fueran apagando hacia un azul más oscuro hasta acabar en el más embriagador negro azabache, que siempre venía acompañado de millones de estrellas que iban apareciendo de a poco a medida que la oscuridad se acentuaba. El haz rotativo del viejo faro descubría a intervalos el paisaje que nos rodeaba. Era como un bucle hipnótico que se iba arraigando en nuestro subconsciente como una señal de bienestar, cuya insistencia venía a convencernos de que eso nuevo que teníamos podía ser para siempre y que aquellos momentos en que comenzábamos a sentirnos plenos, más nosotros mismos, nunca se iban a terminar.

Cuando cruzamos el portón de entrada de aquella propiedad en el medio de la nada, las luces del FIAT 147 iluminaron el exterior de la cabaña y su patio adormilado. Estacioné en el lugar que había adoptado como propio y nos apuramos a descender del diminuto coche. Bajamos las compras junto con el bolso de viaje de Lilia y nos dirigimos hacia la casa.

Noté que mi tía reparaba en el galpón todavía a medio pintar y en las manchas de pintura que habíamos dejado sin limpiar, había varias de ellas en el piso y en las paredes. David me miraba avergonzado, ya que también se había dado cuenta. Le guiñé un ojos y se mordió el labio inferior reprimiendo una sonrisa cohibida.

—Espero que encuentres todo bien —le dije a la dueña de casa una vez dentro, mientras depositaba las bolsas del supermercado sobre la mesa del comedor.

Ella giró sobre sus pies contemplando a su alrededor. El lugar estaba ordenado, habíamos estado limpiando justo antes de salir a buscarla. Hizo un mohín travieso con la boca.

—Demasiado bien, diría yo. Sospechoso.

—¡¿Por qué?! —me quejé.

—No queríamos que llegaras y te encontrases con un desastre —justificó Davo.

Entrecerró los ojos y volvió a dirigir su mirada a través de una ventana hacia el galpón.

David y yo nos consultamos, nerviosos.

—¿Estuvieron jugando al paintball? —preguntó mi tía.

—Casi —ahogué una risotada.

Alzó una ceja esperando una explicación.

—Podríamos decir que sí hubo una guerra de pintura —solté, divertido.

Ella agitó la cabeza fingiendo enojo.

—Después nos preguntamos por qué tu padre no quiere que vengas a visitarme.

Davo se mantenía en silencio, avergonzado.

—Fue él quien empezó —lo apunté con el dedo.

—¡¿Qué?! ¡Callate! —se sorprendió—. Mentira, Lilia; no le creas.

—¡Si fuiste vos! —insistí.

Se había puesto rojo como un tomate. Esquivó el escrutinio de mi tía sin saber en dónde meterse.

—¡Basta, boludo; dejá de mentir! Lilia, no vas a pensar que es verdad.

Mientras nos acusábamos mutuamente —yo muerto de risa, David como si estuvieran a punto de condenarlo a la horca—, Ramiro apareció por la puerta, se detuvo un segundo en el umbral y luego se acercó a su ama para darle la bienvenida. Apoyó las patas delanteras en sus muslos y la encaró con expresión suplicante, esperando recibir caricias. Lilia se agachó, comenzó a pasar la mano por su lomo y se volvió hacia nosotros con gesto acusatorio.

—Che, hasta el perro está manchado.

Nos acercamos al animal los dos al mismo tiempo. Era cierto, no nos habíamos dado cuenta.

—Es que... nosotros... también estábamos todos manchados... y... después vino Ramiro y se nos tiró encima mientras... peleábamos en los médanos —tartamudeé.

David blanqueó los ojos sin poder creer la excusa estúpida que acababa de dar. Alcé los hombros, desentendiéndome. Él se tomó la nuca y se giró hacia la salida.

—Lo único que espero —soltó mi tía, remarcando las sílabas— es que nadie quede embarazado y que después vengan acá a echarme en cara que pasó en mi casa...

David se cubrió el rostro y salió.

—¡Tía...!

Ella caminó hacia su cuarto, se paró de pronto y me señaló con el dedo.

—Y preparate si descubro que usaron mi cama.

Frunció la boca con sorna.

—Vos nos dijiste que nos portemos mal... —me defendí.

El rostro se le iluminó.

—Me alegro mucho, mijito —soltó en tono confidente—. Te felicito.

—¿Gracias?

—¿Te sentís bien?

Inhalé profundo.

—Después te cuento...

—¿Qué? —se preocupó.

—Nada. Mamá también está al tanto.

—Ya lo sé —volvió a sonreír.

—¿Cómo que ya lo sabés?

—Ayer hablamos por teléfono. Aprovechó que tu viejo había salido y llamó a lo de Naty.

—¿Qué te dijo?

No sé por qué sentí una leve tristeza.

—No te preocupes. Me preguntó algunas cosas... Tiene miedo que te lastimen...

—¿Davo?

—No... Davo es un pan de Dios. La gente. Teme que lo que sigue no sea fácil para ustedes.

Yo también tenía ese miedo, pero no quería pensarlo.

—Le dije que no se adelanté —concluyó—. Hay que darle tiempo al tiempo.

Asentí.

Se acercó y tomó mi rostro con ambas manos.

—Va a estar todo bien, tranquilo —me animó.

Salimos a buscar a David. Mientras caminábamos pasó un brazo sobre mis hombros, lo que me recordó cuando me alzaba siendo más pequeño y cuánto adoraba que lo hiciera. Lilia siempre había sido mi persona favorita en la familia. Nos detuvimos en medio del patio al verlo parado sobre uno de los montículos de arena, de espaldas a la casa, comiéndose las uñas y seguramente pensando en escapar hacia el mar.

—¿Puedo seguir llamándote Alain Delon o ahora también tengo que decirte sobrino? —le gritó, burlándose.

—Lilia... —se dio vuelta avergonzado.

—Nada de Lilia, tía Lilia.

—Dale, nabo; vení —lo llamé con la cabeza, riendo.

TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora