67. Zeta

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Dos tímidos golpes en el vidrio me trajeron de vuelta desde mis atormentados desvaríos. Levanté la mirada y descubrí a mi madre vistiendo ropa de cama del otro lado de la ventanilla.

—Fa, ¿qué hacés acá? —preguntó en voz baja, extrañada.

Aparté los ojos de ella, no me sentía capaz de enfrentarla.

Intentó abrir la puerta y, al notar que estaba trabada, volvió a tocar, pidiendo que le permitiera la entrada. Inseguro, levanté la perilla del seguro.

—¿Qué hacés acá a esta hora? —insistió, mientras ingresaba en el habitáculo.

La expresión le cambió cuando se percató del estado en que me encontraba. Sin dudarlo, se acomodó en el asiento a mi lado y cerró la puerta.

—¿Qué pasó, hijo?

Debí hacer un esfuerzo inhumano para no dejar escapar el llanto. No le respondí, no sabía qué decir.

—¿Por qué no estás vestido? ¿Dónde está David? ¡¿Pasó algo con David?!

—No. Está bien. En la casa de la tía.

—¿Por qué viniste? ¿Qué sucedió?

Negué con la cabeza.

—Fabrizio... —colocó su manos sobre una de mis piernas, invitándome a que alzara los ojos—. Hijo, contame, por favor.

No me sentía capaz. Me refugié en su regazo. Necesitaba el lugar seguro que siempre había sido para desahogarme. No pude contenerme más el llanto.

—Mi vida... —susurró, y comenzó a enredar sus dedos en mi cabello despeinado.

Me dejó llorar, no preguntó más nada.

Cuando me sentí con fuerzas suficientes para encararla, me incorporé y busqué a mi madre a través de sus ojos. Hermosos y marrones, desbordaban de preocupación; aunque, optó por regalarme una sonrisa comprensiva.

—¿Ya pasó?

Asentí apenas, con pesar.

—¿Papá? —pregunté mirando hacia la casa.

—Está durmiendo.

Respiré hondo.

—¿Vamos para adentro?

Negué.

Acercó una de sus manos a mi rostro para secar la humedad de las lágrimas.

—¿Sabés que podés hablar conmigo, no?

—Lo sé.

Ladeó su boca y mordió un costado de labio inferior. Su gesto me animaba a hablar, me invitaba a compartir con ella lo que tanto lastimaba.

—¿Por qué papá odia a la tía?

Exhaló para aliviar la sorpresa, luego torció levemente su cuerpo hasta alinearlo con el mío.

—Yo no diría que la odia.

—Pero siempre habla mal de ella, lo hace de modo despectivo.

—Porque no la entiende...

—¿No entiende que quiera ser feliz?

Sus ojos también se humedecieron.

—Supongo que no —tomó mis manos entre las suyas—. Fabri, hay gente que no sabe ponerse en el lugar del otro. Le han enseñado a juzgar y no a comprender. Eso no quiere decir que sean malas personas, simplemente no saben ser mejores.

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