1. Davo

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—¡¿Cómo pudiste?!

Fue lo primero que escuché al recuperar la conciencia. Aún me sentía atontado por los analgésicos. Además, un terrible dolor de cabeza me punzaba desde la parte superior de la nuca y llegaba hasta el cuello. Completamente desubicado, recorrí con la mirada el lugar en el que me encontraba. Me di cuenta de que se trataba de una las tantas suites anónimas y lujosas en las que acostumbraba a esconderme del mundo, pero aquel no era un hotel cinco estrellas, si no un hospital de elite, exclusivo para la clase privilegiada a la que con tanto esfuerzo había logrado pertenecer. La aparatología de última generación que me rodeaba no dejó lugar para dudas. Aún sin abrir los ojos por completo, volví a estudiar la habitación. La decoración tan impersonal, fría y genérica, me provocó rechazo a primera mano —difícilmente alguien pudiera sentirse a gusto en la asepsia imperante entre aquellas paredes—.

A apenas algunos metros, me topé con el robusto cuerpo de Malena, mi asistente, que, sentada en uno de los sillones, no terminaba de encajar en la escena patética a la que despertaba. Se la notaba incómoda, con el gesto compungido. Reparé por un segundo en su apariencia, que me resultó extraña, desalineada, y me hizo deducir que debía de llevar en aquel mismo sitio muchas horas, tal vez días. Entonces, noté que había perdido la noción del tiempo. Desconocía cuánto llevaba internado.

Volví a escuchar el «¡¿Cómo pudiste?!», pero no conseguí asimilar si alguien lo gritaba una vez más o si la frase había quedado dando vueltas dentro de mi cabeza cual eco condenatorio.

Me volví hacia donde provenía aquella voz.

El tipo que me increpaba, exigiendo explicaciones que me sentía incapaz de brindar, era Marrero, mi agente.

Al escucharlo, Malena detuvo en el aire el dedo con que deslizaba la pantalla de su iPad y llevó su mirada hacia donde me encontraba. Sus ojos negros me alcanzaron vacilantes, llenos de interrogantes, preocupación y miedo. Me aferré a ellos tanto cuanto pude, hasta que percibí que la duda se había convertido en lástima, en pena por mí.

Estábamos solo nosotros tres en aquel cuarto.

Deseé que se esfumaran.

Quería también desaparecer.

Que todo lo que había a mi alrededor se desvaneciera como si se tratara de un mal sueño.

Lágrimas comenzaron a agolparse tras mis párpados.

Sabía que no las provocaban el dolor o la tristeza, que también sentía, sino la más rancia impotencia, que comenzaba a invadirme. Tuve que hacer un esfuerzo inhumano por contener el llanto. Hacía mucho que me había jurado no darle a nadie el placer de verme derrotado.

Cerré mis ojos, resoplé y volví a apoyar la cabeza sobre la almohada, que se hundió en ella como si el torbellino de pensamientos que me atosigaba pesara lo que un universo.

Quería tener el poder de acomodar el destino a mi voluntad.

No sentir esa autocompasión que me calcinaba por dentro, que insistía en convencerme de que era un completo inútil, una vergüenza indisimulable. Pero ¿y si era verdad? ¿Si mi padre había tenido razón cada una de las incontables veces que me lo había gritado, cuando yo era apenas un niño que necesitaba de su contención y de su cuidado? Quizá él lo había previsto y siempre había sido un fracasado; si no ¿cómo puede llamársele a quien ni siquiera es capaz de llevar a cabo la desesperada escapada final que tanta ansía?

—¡Hace una semana que este lugar se encuentra sitiado por periodistas y gente de todas partes, igual que las oficinas de Brickell, en donde es imposible trabajar! —insistió con sus reproches Marrero—. Hemos tenido que emitir un comunicado diciendo que todo se trató de un terrible accidente, y ahora la prensa hace elucubraciones, afirmando que has tenido una sobredosis.

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