34. Zeta

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Aunque intentaba disimularlo, había pasado todo aquel sábado preocupado. Iban avanzando las horas y cada vez tenía menos ganas de festejar mi cumpleaños. A duras penas había aceptado la idea de mi novia de organizar una reunión; y más que nada lo había hecho para complacerla.

Hacía dos meses que habíamos decidido darle una nueva oportunidad a nuestra relación, pero nada había salido como lo habíamos planeado; por el contrario, todo había empeorado. Cada vez discutíamos con mayor frecuencia. Para peor, esa tarde me había lastimado jugando al fútbol. Por estar distraído durante el juego, no advertí que un oponente venía hacia mí dispuesto a liquidarme con una plancha antirreglamentaria.

La noche iba avanzado y la reunión se desarrollaba dentro de la normalidad que una docena de chicos de diecisiete años, a los que mis padres no les permitían beber alcohol, podían. El ambiente se presentaba tranquilo; incluso, casi había olvidado lo que hacía un par de días me intranquilizaba. Pero entonces llegó Mina y la aparente calma se deshizo en mil pedazo.

Mi hermana asomó su cabeza por la puerta que comunicaba la cocina con el patio trasero. Una vez que captó mi atención, me llamó con la mirada. Sabía que debía haber un buen motivo para que estuviera en casa un sábado por la noche. Me disculpé con Carolina deshaciéndome de su abrazo y también con la pareja que charlábamos. La seguí hasta el interior de la casa sintiendo cómo el pulso se me aceleraba.

—¿Qué hacés que no estás con tu novio? —le pregunté todavía caminando.

Se había encostado sobre la mesa del comedor, aguardando a que llegara a su lado.

—¿Qué pasó? —me adelanté.

Buscó mis ojos, de inmediato pude leer el gesto que le ensombrecía la mirada.

—¡Hablá de una vez! —avancé hasta ella.

Respiró profundo, parecía escoger las palabras.

—¡Por favor, Mina! ¿Por qué tenés esa cara?

—Es David...

Sentí algo que me rasgó por dentro.

De algún modo, sabía que se trataba de él. Hacía un par de días que no se presentaba a clases y tampoco se había comunicado con nadie para dar aviso de lo que le ocurría. Ni siquiera Javier, que se había convertido en su amigo más cercano, sabía nada.

—¿Qué pasó con David? —balbuceé.

—Pasó algo feo... puede que esté lastimado...

El aire quemaba en mis pulmones.

Las palabras se me atoraban en el cuerpo.

—¿Algo feo? —repetí.

—Vine a decírtelo apenas me enteré —se le humedecieron los ojos.

—¡Decime! ¿Qué pasó, Mina? ¡Por favor no des más vueltas!

—No sé bien lo que sucedió, solo me dijeron que estaba con otro de nuestros compañeros de teatro y que los golpearon a los dos. Mucho. Una paliza muy fuerte.

—¿Los golpearon? ¿Dónde están?

—El otro chico ya está de vuelta en su casa, fue él quien nos contó. Pero nadie tiene noticias de David.

Me invadió el peor de los presentimientos, no podía ser verdad lo que escuchaba.

Corrí hasta mi cuarto y busqué entre mis cosas el casete que él me había regalado hacía exactamente cuatro años. Las manos me temblaban, no era capaz de controlar mis movimientos. El nudo en la boca del estómago me impedía respirar con normalidad. Me dolía el pecho. No era capaz de pensar con claridad. No encontraba el maldito casete, por lo que tiré al suelo de un solo golpe todo lo que había arriba de aquella repisa. No estaba donde creía que lo había puesto. De un salto, fui hasta la mesa de luz y revolví dentro de los cajones. Ahí lo había guardado. Rompí la caja plástica sin querer por los nervios. Me urgía sacar de dentro el papel con la dirección de la casa de David. Dirección que tanto tiempo atrás me había anotado el dueño de las canchas de paddle.

TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora