49. Davo

103 16 12
                                    


De pronto, volví a tener cinco años. Volví a sentir el desgarro, el abandono, la desazón por no comprender lo que sucedía a mi alrededor, por qué mi madre había decidido dejarme atrás. Con cada palabra que leía, sentía que alguien me tomaba el corazón y lo estrujaba sin piedad para arrancarlo de mi pecho. Al terminar, me derrumbé como el niño huérfano que era, el que había crecido sin jamás conocer el amor de sus padres. Malena me abrazó con fuerza y lloró conmigo, pero su consuelo no me resultaba suficiente, en lo más mínimo. Las palabras de mi madre, en vez de venir a curar viejas cicatrices, fueron como el ácido que cae en el lugar exacto donde persiste una herida que jamás ha podido ser curada.

Me aferré tanto cuanto pude a los brazos robustos de Malena, que no paraba de repetir en un susurro:

—Llora, hijo mío. Llora que te hará bien.

"¿Cómo puede algo hacerme bien?", pensaba.

Si lo había probado todo, lo había intentado todo y nunca nada provocaba alivio alguno.

Entonces, me invadieron las mismas ganas de lastimarme de siempre, de hacerme daño, de reemplazar ese dolor inconmensurable que sentía por dentro, por otro que pudiera ser curado. Malena debe de haberlo leído en el temblor de mi cuerpo; quizá ya había presenciado demasiadas veces ese impulso irrefrenable que me quitaba la razón cada vez que las cosas se escapaban de mi control.

—Señor... señor, por favor... —intentó— ¡David!

Jamás me había llamado por mi nombre, lo que me sacó por un instante de mis pensamientos autodestructivos.

Sus ojos buscaban los míos, interpelándome.

—David —repitió—, hijito, no dejes que otra persona maneje tus emociones. No permitas que nadie más te cause daño. Tú eres fuerte, mi niño. Eres valiente...

—No puedo... no puedo más... —balbuceé aún entre sus brazos.

—Claro que puedes. Yo sé que sí. Te he visto enfrentar como un león a tantos que quisieron aprovecharse de ti.

—Ya no tengo fuerzas...

—Sí que las tienes, debes encontrarlas.

—No puedo... Estoy tan cansado...

—Aquí me tienes a mí para ayudarte.

—Malena, no sabe...

—Yo sé lo que veo. Y veo a un hombre que ha sido muy lastimado, pero que también ha sido lo suficientemente valiente como para detener todo y viajar diez mil kilómetros para buscarse a sí mismo. No va a ser fácil, no señor; pero está en el buen camino. Diosito sabe lo que hace, yo se lo aseguro: hay felicidad al final del camino. ¿Usted confía en mí?

Asentí.

—Yo le juro —continuó—, por mi hijo, que en paz descanse, que usted está haciendo lo correcto. Curarse no es fácil, duele, pero hay un día después del dolor, señor; siempre lo hay. Y usted está yendo hacia allí.

—No entiendo qué quiere mi madre después de tanto tiempo...

—Decirle que lo ama, pedirle perdón.

—Ni siquiera lo hace.

—Sí, lo hace. Dale tiempo, señor. Dese tiempo.

Lleno de dudas, volví a refugiarme en su pecho.

—Usted puede, mi niño. Usted puede.

Pero sentía que no podía, que era incapaz de controlar nada de lo que me ocurría. Cada vez que la angustia me desbordaba, sentía la necesidad desenfrenada de escapar, de esconderme, de silenciar el dolor con la primera sustancia que tuviera a mano. En otro momento de mi vida, ya hubiese estado en la calle o tratando de contactar a un dealer, rogando por el veneno que fuera acabando poco a poco con mi existencia. Sin detenerme a pensar que cuando la bruma de su toxicidad se disipara, nada se habría modificado. Que los problemas y el agobio seguirían allí. Siempre estaban allí.

—No creo que pueda ir esta noche a la reunión —dije.

—¿Alguna vez se ha clavado una espina en el pie, señor?

Levanté mi cabeza para enfrentarla, no comprendía el sentido de su pregunta. Su expresión me exhortaba a responder.

—Un par de veces.

—¿Y qué hizo? ¿Se tiró al piso a esperar que la espina saliese sola? ¿Decidió no caminar nunca más porque le dolía? ¿O se quitó la espina para poder seguir andando?

Tragué saliva.

—Me quité la espina.

—Y al principio dolía, ¿verdad?, pero luego ya no dolió. Ahora, si usted seguía caminando con la espina clavada, seguro podía infectarse. Y si no lo trataba, hasta podía perder la vida, ¿o no?

Asentí.

—Usted tiene que ir hoy a esa reunión, señor; a quitarse la espina o a decirle a Fabrizio lo que siente que tiene que decirle, le va a hacer bien, se lo prometo.

—Quizá él ya ni sepa quién soy —pensé en voz alta.

—Hasta el Papa sabe quién usted es, ¿cómo no lo va a saber?

—Quiero decir que quizá no piense en mí de la manera en que yo pienso en él.

—Tal vez; pero usted no lo sabe. Mire, mi señor: tengo sentimientos encontrados respecto a la carta de su madre y quizá no haya sido lo suficientemente valiente como para decirle todo lo que le escribió mirándolo a la cara, pero usted hoy sabe que esa mujer lo ama y eso, quizá, abra alguna puerta a un reencuentro, o un comienzo de cura para usted. Fabrizio precisa conocer lo que usted siente, tiene el derecho a saberlo y usted a decírselo, lo que suceda después... Diosito proveerá, pero precisa abrir esa puerta y hacerle saber a ese señor que la puerta está abierta.

TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora