57. Zeta

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Durante la noche se desató una tormenta que no esperábamos. Digamos que vivir en el medio de la nada, y a pocos pasos del mar, tiene tantos aspectos positivos como negativos y que casi todos están atados al clima. Llenamos las horas jugando a las cartas, luego vimos algo de televisión y, por último, conversamos sobre lo ocurrido en Pinamar aquella tarde. Le contamos a mi tía sobre Juancho y su familia, lo que derivó en una extensa conversación sobre lo injusto de la sociedad en que vivimos y en cómo mucha gente nace con las oportunidades restringidas, como si nos lanzaran a todos a correr una misma carrera, pero en la que algunos inician cerca de la meta, otros en el punto de partida y muchos, invisibilizados, largan a doscientos kilómetros por detrás del resto. Nunca me había sentido culpable por haber nacido en una familia económicamente acomodada, pero ese día, esa noche en particular, una extraña incomodidad comenzó a despertarse en mí.

Siguieron dos jornadas de absoluto aburrimiento. El viento desde el este traía nubes cargadas de lluvia y el clima no parecía que fuera a mejorar pronto. La cabaña de mi tía no era muy grande y no había muchas maneras de entretenerse en su interior, por lo que, por más buena voluntad que pusiéramos, llegó un punto en que ya no sabíamos qué más hacer. Lilia comenzó a cocinar para ocupar el tiempo; Davo le pidió, en los ratos en que ella no tenía nada que hacer más que esperar a que el horno se ocupara del resto, que le diera lecciones básicas de cómo tocar la guitarra. Yo, por mi parte, me adueñé del sofá de la sala y del televisor. No pretendía moverme de ese rincón hasta que el sol se dignase a reaparecer. Otro de los problemas de estar tan aislados, era que solo se sintonizaban dos canales de televisión —eso con tiempo normal y con mucha suerte—, pero en jornadas como esas, de vientos y tormenta, apenas se conseguía ver uno, y con interferencias; por lo que no era que uno eligiera qué mirar, sino que debía conformarse con lo que se le ocurriera al programador de la única señal disponible. A las ocho de la noche, justo para la hora de la cena, comenzaba el noticiero nocturno. Estuve a punto de apagar el aparato, pero decidí dejarlo encendido para que llenara el ambiente con otro sonido más allá del de nuestra conversación.

—¿Sigue lloviendo? —le preguntó Lilia a David, que regresaba de buscar algo al auto.

—Apenas una llovizna —respondió.

—Esperemos que mañana haga lindo día o todo va a empezar a oler a humedad, incluidos nosotros —replicó ella.

—¿Todo bien? —me preguntó él al sentarse junto a mí en la mesa.

—Sí —me limité a responder y esquivé su escrutinio.

La verdad era que no estaba todo bien. No solo por el clima, si no por cómo me sentía. Estaba incómodo, malhumorado e impaciente. Tenía ganas de cerrar los ojos y de despertar años después con la vida resuelta como por arte de magia; sin decisiones importantes por tomar, sin responsabilidades que me jugaran en contra.

De pronto, en las noticias comenzaron a mostrar ciertos disturbios que habían ocurrido en horas de la tarde en Plaza de Mayo, donde dos facciones de manifestantes exigían al gobierno cosas contrapuestas. El informe comenzó hablando de la historia y de los números en nuestro país respecto al VIH/SIDA, relatando que, para ese momento, a inicios de la década de los noventa, la pandemia había sido contenida en otros países con medicamentos de reciente descubrimiento, pero que, sin embargo, aún se estaba muy lejos de una solución satisfactoria para prolongar la vida de la gran cantidad de afectados. Frente a Casa Rosada, un mínimo grupo de enfermos, familiares y miembros del colectivo homosexual, reclamaba a las autoridades un acercamiento más humano a su padecimiento. Un hombre, que repartía volantes a los transeúntes y aseguraba formar parte de la C.H.A. (Comunidad Homosexual Argentina), pedía acciones de prevención y recordaba que, a pesar de llevar ya algunos años de lucha como entidad, tampoco habían sido reconocidos con la personería jurídica, preguntándose si el gobierno los veía como a ciudadanos de segunda categoría, sin derecho siquiera a una vida igualitaria o a una muerte digna en el caso de los más afectados. Cuando el hombre terminó el pequeño discurso, la reportera se dirigió hacia el otro bando, que insultaba a los primeros asegurando que lo que el mundo estaba padeciendo era un castigo divino.

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