—Cuando me desperté y no estabas, pensé que no volverías —me confió en algún momento de la tarde, con los ojos clavados en las tablas de madera del techo y la espalda hundida en el viejo colchón.

Otra vez la culpa, de nuevo ese sentimiento horrible por saber que podía lastimarlo. En un segundo, analicé la conversación que había tenido con mi madre. Traté de convencerme de que habría tiempo de sobra para conversar lo que me había impulsado a huir esa mañana.

—Jamás te hubiera abandonado acá —era verdad—, pero creo que precisaba asimilar por mi cuenta esta nueva situación que tenemos. Además, necesitaba ver a mi vieja más de lo que imaginaba.

Me miró con extrañeza.

—¿Pasó algo?

—No...

—¿Todo bien en tu casa?

—Mamá... —tragué saliva—. Hablé con ella.

—Está bien... ¿Sobre qué hablaste? —un gesto de preocupación le transfiguraba la cara.

—Sabe esto, lo nuestro.

—¡¿Qué?! —se sentó de un salto en la cama—. ¿Cómo lo sabe? ¿Se lo contaste vos?

—Me dijo que lo sospechó viéndonos juntos.

—¡Ay, no! —se tapó el rostro con una almohada—. ¡Qué vergüenza!

—Creo que nunca hemos sido demasiado discretos —reí.

—¿Por qué lo decís?

—Porque Mina y mi tía también lo sospechan —abrió la boca con exageración—. Bueno, todavía no saben todo; lo que pasó ayer, quiero decir. Pero sí que hay algo.

—¿Ellas te lo dijeron?

—Sí. Mi hermana antes del viaje y Lilia las otras noches, cuando me fui bajo la lluvia y me siguió. Se dieron cuenta de todo antes que yo...

Poco a poco, el bochorno y la intranquilidad de su mueca fueron dando lugar a una sonrisa burlona.

—Es que siempre fuiste medio lentito, Fabrizio Maderno Comasco.

—Vas a tener que tenerme paciencia, entonces.

—¡¿Más?!

Reí, exagerando los ademanes.

—¡¿Cómo que "más"?!

—¡Hace cinco años que te tengo paciencia!

—¿Cinco?

—Cinco.

Me acomodé para quedar frente a él y volví a besarlo.

—Te juro que voy a hacer que cada segundo de esa espera valga la pena.

Ladeó la boca con sorna y me empujó con la almohada. Como caí sobre mi espalda, gateó y se sentó sobre mí.

—Vamos a ver si cumplís.

—Haré todo lo posible, lo juro.

Nada quería más que eso.

Resopló fingiendo reproche.

—¡Pará! —gritó, asustándome.

—¿Qué pasó?

—¿Tu papá también lo sabe?

—¡Noooo! ¡¿Estás loco?! Sería como pedirle al Papa que nos case.

Asintió pensativo.

—Es mejor que no lo sepa, ¿no? —indagó.

—Por ahora no...

Pareció sopesar las posibilidades.

Estiré el cuello y lo besé. No quería que ese asunto me sumergiese una vez más en el laberinto de las dudas. No debía darles lugar. Tener el apoyo y la complicidad de mi madre era, por el momento, suficiente.

Tras un rato de charla, y cuando la claridad del día había comenzado a menguar, volvimos a tener sexo. Aunque esa vez fue distinta a las anteriores. Era evidente la mayor confianza, la compenetración, todos los sentimientos envueltos en cada uno de nuestros gestos. Volví a sentir que estaba donde debía estar, cada vez que lo besaba tenía menos dudas. Mirarlo, era como contemplar una parte de mí en un cuerpo ajeno. Había sido así desde el principio. Cuando nos elegimos, cuando nos volvimos inseparables, una parte de ambos lo sabía. No había manera de inventar de un momento para otro ese vínculo que teníamos. Habíamos crecido lado a lado. Amoldándonos, sin saberlo, al espacio de contención que representaba el otro. Los miedos, las dudas y la incertidumbre seguían allí, pero ya no nublaban los demás sentimientos. Y ese temor que aguardaba agazapado nada tenía que ver con nosotros, sino con lo que nos esperaba más allá aquellas paredes de madera.

Si éramos valientes y nos sentíamos capaces de enfrentar cualquier dilema, lo que teníamos podía ser lo más maravilloso de nuestras vidas.

Juntos éramos más fuertes.

¿Qué podía salir mal si, a pesar de la inexperiencia, nuestros cuerpos se entendían a la perfección, si la belleza afloraba entre ambos con apenas una mirada?

La mañana siguiente nos encontró todavía en la cama; exhaustos, mal dormidos, sudados y cargando todo el embelesamiento que nos provocaba la nueva complicidad, los nuevos juegos. No queríamos despegarnos, no podíamos parar de explorar el placer que había escondido en nuestros cuerpos.

—¿Por qué no nos contaron que podíamos divertirnos tanto? —suspiré.

Se dejó caer a mi lado. Se tomó la cabeza y resopló riendo.

—¡Dios mío, esto es una locura!

Lo observé satisfecho.

—¿Estás feliz? —quise saber.

—Nunca he sido tan feliz en toda mi vida.

Sentí un calorcito dentro del pecho.

—Yo tampoco —aseguré.

Se volvió hacia mí y me besó.

Jamás lo había visto tan radiante.

Nos sentíamos entre las nubes, siempre había sido así cuando estábamos juntos. Algo especial había nacido durante aquel encuentro en séptimo grado. Mucho había pasado desde entonces y muchas cosas ocurrirían después. El tiempo que compartiríamos en la playa cambiaría nuestras vidas para siempre. No intuíamos lo que nos esperaba. Hoy, mirando hacia atrás, me pregunto si hubiéramos hecho algo distinto de haberlo sospechado. ¿Nos hubiésemos atrevido a entregarnos tanto?

Se recostó sobre mí, cruzó sus brazos sobre mi pecho y apoyó el mentón en el dorso de sus manos. Buscó mis ojos, como hacía siempre. Exhaló levemente y apretó una sonrisa cohibida. Sus iris color miel brillaban más que nunca. Separó los labios para decir algo, parecía importante. Advertí la vergüenza en su gesto, por lo que lo animé a que hablar. Negó con la cabeza. Me enterneció su timidez, estiré el cuello y lo besé en la frente.

Nos dedicamos una mirada cómplice.

Cómo hubiera deseado congelaraquel momento para siempre.

TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora