Después de algún tiempo tratando de llegar a un acuerdo, un viernes por la noche, al cabo de una escena suya de celos, fui determinante: me tomaría el final de semana para mí. Nos veríamos de nuevo el lunes siguiente en el colegio y entonces podríamos conversar mejor sobre cómo continuar con lo nuestro. Precisaba darme cuenta si la extrañaba, si sentía su falta. Ya no soportaba aquel atosigamiento cada vez que nos encontrábamos.

A ella pareció no importarle en lo más mínimo lo que le había explicado en el auto, porque el sábado por la mañana apareció en mi casa como si nada. Me desperté escuchando su voz que llegaba desde el piso de abajo. Me tomé la cabeza. No era así como deseaba comenzar el día, sintiéndome frustrado. Me levanté mascando rabia y decidí bajar a enfrentarla. Al llegar al comedor, vi que le lloriqueaba a mi padre, tratando de convencerlo para que "me hiciera entrar en razón".

—¿Qué hacés acá? —le lancé de muy mala manera, parándome del lado opuesto de la mesa, aún sin despertar del todo.

—Vino a visitar a los suegros —intervino mi padre con un gesto claro de mal humor.

Ella me sostuvo la mirada con cara de perrito malherido, pero no me conmovió. Suspiré y seguí hasta la cocina, allí estaba mi madre, que me recibió con ojos llenos de cuestionamientos y algo de incomodidad.

Desayuné allí, esforzándome para tragar la comida. Mientras, la escuchaba en el cuarto contiguo, hasta llegó a preguntar por mi hermana, que hacía más de un año que no le dirigía la palabra. Menos mal que Mina no estaba en casa, de seguro no hubiese dudado en mandarla de vuelta por donde había venido. Pensé en hacerlo yo mismo en un par de oportunidades, pero la culpa hacía que me arrepintiera de considerarlo. No era esa la manera en que quería actuar con ella, ni con nadie, pero cuando me sentía acorralado, aparecía lo peor de mí.

Terminé el café con leche y volví a mi cuarto.

En algún momento debe de haber interpretado mi comportamiento, porque se marchó sin subir o intentar un nuevo contacto. Con la planta baja liberada, me dispuse a disfrutar del sol primaveral que nos regalaba esa jornada. Si todo salía como lo deseaba, luego almorzaría algo rápido y saldría hacia el club, donde debía jugar las instancias finales del campeonato de futbol de esa temporada.

Cuando parecía que comenzaba a disfrutar del poco del sosiego que prometían aquellas últimas horas libres de la mañana, apareció mi padre en el patio, insistiendo con imponer su voluntad sobre mis propias decisiones.

—¿Qué pasó con Carolina?

—No pasó nada —respondí desde la reposera, sin siquiera abrir los ojos para mirarlo. Quería que notara que no tenía intención de discutir sobre ese asunto con él.

Pero por supuesto que no se iba a dar por vencido tan fácil. Era de esos jefes de familia que creen que siempre tienen la razón y que el resto debe subordinarse a lo que considere correcto.

—No tenés que hacerla sufrir así, te vas a arrepentir más adelante.

—¿Hacerla sufrir? ¡Le pedí dos días para mí, le dije que el lunes hablaríamos en la escuela y ni eso es capaz de respetar!

—¡Bajá la voz! —ordenó—. ¡En esta casa, el único que grita soy yo!

Tuve que hacer un esfuerzo por contener lo que me nacía contestar a semejante afirmación.

—Es una buena chica —continuó—, de buena familia; los conocemos de toda la vida. Sus padres son gente acomodada, personas de bien. Seguro será una excelente entorno para tus hijos y nuestros nietos.

Eso sí era el colmo para mí.

A punto de explotar, me puse de pie y lo enfrenté como pocas veces había hecho.

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