Nunca como en ese instante, me había sentido tan lejano a él.

Tan fuera de su vida.

De pronto, no encontré una razón valedera para mantener esa maldita muralla entre ambos.

No quería perderlo.

Sin embargo, tenía miedo.

Un miedo difuso sin razón aparente.

El profesor pidió silencio y golpeó las palmas para llamar la atención de todos. Comenzó a llamar al escenario a algunas personas, cuyos nombres leía de un cuaderno. Estaba a punto de retirarme cuando escuché que convocaba a David. La curiosidad fue más fuerte que mi incomodidad y me instó a permanecer donde me encontraba.

Una vez que los convocados se ubicaron en el proscenio, quien dirigía la clase señaló:

—Vamos a retomar desde el segundo cuadro del tercer acto, con Isabel y Genoveva. Después te toca entrar a vos, David, y así se van sumando hasta que llega la entrada de La Abuela. Si se equivocan, improvisan. No quiero que corten la escena hasta terminar la obra. ¿Está bien?

Todos asintieron.

A seguir, la mayoría se retiró del escenario, dejando solo a dos de las mujeres paradas frente a una mesa vacía.

La escasa iluminación de la sala se fue atenuando hasta dejarla completamente a oscuras.

—Acción —gritó el profesor, ya sentado en el centro de la primera fila.

Unos segundos de silencio.

—Los zapatos abajo, ¿verdad? —dijo una de las mujeres fingiendo que acomodaba algo.

—Abajo —respondió la otra pensativa, como ausente.

—Y los vestidos, ¿van bien, doblados, así?

—Es igual...

Las dos mujeres continuaron si diálogo, preparándose para lo que parecía una despedida triste. A los pocos minutos entró David, venía preocupado, con prisa, con el gesto apesadumbrado y nervioso.

—¿Hay alguna esperanza de arreglo? —le cortó el paso la más joven.

—Ninguna —dijo él—. Todo lo que se le podía ofrecer se ha hecho ya, sin resultado. Dentro de unos minutos va a venir él mismo con la última palabra.

—¿Y vas a permitirle entrar en esta casa?

—Desgraciadamente es la suya. Ni razones ni súplicas ni amenazas valen nada con él. Ese hombre viene dispuesto a todo y no dará un paso atrás.

Verlo actuar me provocó lo mismo que me había causado verlo bailar un par de años atrás. Era como si el mundo se detuviera y todo lo perceptible girara solo en torno a él. No veía al chico de dieciséis años que yo conocía, tampoco a nadie que hubiera visto antes de aquella tarde. Sobre el escenario había un adulto sombrío, apenado, con la vida en vilo estrangulando su voz.

Los personajes fueron entrando y saliendo de escena a medida que avanzaba la acción. En el cuadro final solo quedaron cuatro de ellos: uno era Mauricio, interpretado por Davo. La Abuela, frágil, pero a la vez decidida, se posicionó cavilante frente a la platea, alzó la cabeza y cerró la obra diciendo una línea casual, pero por demás conmovedora.

Las luces del escenario se apagaron. Se produjo un silencio vibrante que se prolongó por más de un minuto. La sala volvió a iluminarse y los presentes estallaron en un aplauso.

No podía reaccionar.

Me di cuenta de que estaba al borde de las lágrimas. Había olvidado las tribulaciones que me embargaban veinte minutos atrás, justo antes de que iniciara el ensayo.

El talento de mi amigo me asombraba y subyugaba en partes iguales. De repente, la admiración se transformó en un ardor que comenzó a recorrerme por dentro. Algo me urgía a dar un giro de timón. El alejamiento entre ambos provocaba que me perdiera de una parte importante de alguien que sin dudas me importaba.

Un amigo al que nunca había dejado de querer.

Los actores que habían participado de las escena volvieron y se ubicaron frente a los reflectores. El profesor los felicitó, les dio algunas indicaciones y procedió a llamar a otro grupo.

El chico rubio que hablaba con David al momento de mi arribo subió entonces al escenario, como aún no habían bajado los anteriores, se encontraron allí arriba. David y él cruzaron miradas, y volvieron a sonreírse con complicidad. El tipo le revolvió el cabello con una mano, ambos rieron y volvieron a hablarse al oído.

Otra vez la incomodidad.

De nuevo aquel fuego carcomiéndome por dentro.

Me levanté de la butaca donde me había sentado y me retiré sin más.

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