18. Zeta

108 19 2
                                    


Por suerte, para el segundo año del secundario David y yo volvimos a cursar juntos, aunque para esa altura cada uno tenía su propio grupo de amigos, que parecía excluir al otro. Quizá por esto ya no volvimos a ser compañeros de asiento. Aún así, nos buscábamos para los trabajos prácticos y tratábamos de reunirnos cuando se debían hacer grupos de estudio fuera de la escuela. Lo que parecía marcar una distancia entre ambos era que cada uno llevaba una rutina de actividades muy cargada. Yo me pasaba toda la tarde en el club deportivo y Davo, bueno, en ese momento no tenía la más mínima idea de lo que hacía durante sus tardes. Siguiendo el antiguo consejo de mi madre, fui focalizándome más en las cosas que compartíamos que en las que no, de modo que intentaba aprovechar todo lo que fuera posible el escaso tiempo que teníamos juntos.

Poco a poco, él fue haciendo más frecuentes sus visitas a mi casa después del instituto —parecía ser que martes y jueves no tenía nada que hacer en las primeras horas de la tarde—. Un día mi mamá aprovechó la confianza que se tenían para convencerlo de tomar clases de inglés con ella.

—Me encantaría, pero no creo que pueda. Gracias, de verdad, Adriana, pero no tengo forma de pagarlas. Estoy gastando bastante con otras cosas —se excusó.

"Otras cosas..., le encanta hacerse el interesante", pensé.

—¿Estás loco? ¿Quién te dijo que te iba a cobrar? —respondió casi ofendida mamá.

—Es lo lógico... sería un abuso de mi parte no pagar por su trabajo.

—Tenés bastante buena pronunciación —medié—, por lo menos cuando cantás en inglés se te oye bien.

—Es porque copio lo que escucho.

—Podrían estudiar juntos —se entusiasmó ella.

Al escucharla, me di cuenta de lo que tramaba y la miré con cara de fastidio. Nos estaba tendiendo una trampa. Yo nunca había querido que ella fuera mi profesora, a pesar de su eterna insistencia sobre lo conveniente que podía ser para mi futuro. ¿Qué podía existir más extraño que estudiar con la propia madre?

Davo se volvió hacia mí y se encogió de hombros.

Solté un bufido.

—Mamá —protesté—, das clase de inglés todas las mañanas en los colegios, ¿vas a tener ganas de enseñarnos a nosotros a la tarde?

—Por supuesto, de lo contrario no se los ofrecería.

—Como ustedes decidan —se desentendió David.

—Está bien, está bien... —suspiré.

No estaba tan molesto como quería aparentar. Sabía que era una buena oportunidad para él. Además, las clases también permitirían que pasase más tiempo en casa.

Pactamos los horarios, que serían cada martes a las dos de la tarde. De paso, aprovecharíamos la casa para nosotros solos, ya que mi hermana no estaba esos días y mi padre no regresaba hasta avanzada la noche.

Cuando ya casi nos acercábamos al final del año, gracias a Mina descubrí dónde se metía Davo durante el resto de las tardes.

La familia se había reunido para cenar, cuando mi madre le preguntó a mi hermana qué tal le estaba yendo en una actividad que acababa de iniciar.

—Bien, me encanta. Me da un poco de vergüenza, pero creo que me voy a ir acostumbrando —respondió ella con despreocupación, mientras un pedazo de lechuga le colgaba de la boca.

—¿Y pensás ser actriz o qué? ¿O solo lo hacés para molestar? —intervino, siempre pragmático, mi padre—. Sería mejor si dedicaras ese tiempo a trabajar en la importadora, necesitamos ayuda.

TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora