TAMBIÉN LO RECUERDO TODO

By Gastohn

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¿Sabes qué siente realmente tu artista favorito? Davo ha sido durante tres décadas el actor y cantante más co... More

PRIMERA PARTE
1. Davo
2. Davo
3. Davo
4. Davo
5. Zeta
6. Zeta
7. Zeta
8. Zeta
9. Zeta
10. Zeta
11. Zeta
12. Zeta
13. Davo
14. Davo
PRENSA
15. Zeta
16. Zeta
17. Zeta
18. Zeta
19. Zeta
PRENSA
20. Davo
21. Zeta
22. Zeta
23. Zeta
24. Zeta
25. Davo
26. Zeta
27. Zeta
28. Zeta
29. Zeta
30. Zeta
31. Zeta
32. Davo
33. Zeta
34. Zeta
35. Zeta
36. Zeta
37. Zeta
38. Davo
39. Zeta
40. Zeta
41. Zeta
42. Zeta
43. Zeta
44. Zeta
45. Zeta
46. Zeta
PRENSA
47. Davo
Carta
49. Davo
50. Zeta
51. Zeta
52. Zeta
53. Zeta
54. Zeta
55. Davo
56. Davo
57. Zeta
58. Zeta
59. Zeta
60. Zeta
61. Davo
62. Zeta
63. Zeta
64. Zeta
65. Davo
66. Zeta
67. Zeta
68. Zeta
PRENSA
69. Davo
SEGUNDA PARTE
70. Davo
71. Davo
72. Zeta
73. Zeta
74. Davo
75. Davo
77. Zeta
78. Zeta
PRENSA
79. Davo
80. Davo

76. Davo

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By Gastohn


En el último piso del edificio en que estaba viviendo, un nivel encima de mi departamento, había una suerte de salón de usos múltiples con un par de terrazas y un mirador. Toda una planta dedicada al esparcimiento en la que funcionaba un pequeño café-bar que era para uso exclusivo de los residentes. Desde doscientos treinta y cinco metros por encima de la calle podía apreciarse la gigante mancha que conforma Buenos Aires, el río y hasta la costa uruguaya, según el sector en que uno se ubicara tras los gigantes ventanales que envolvían el perímetro. Impresionantes postales en trescientos sesenta grados.

Lo primero que hice al abandonar el ascensor que nos llevó desde mi departamento y daba directamente al interior del salón, fue verificar que no hubiera mucha gente. Solo encontré a una chica trabajando en una laptop en el ala sur, por lo que dirigí mis pasos hacia el sector opuesto. Fabrizio me seguía de cerca. Nos detuvimos a pocos metros de una de las terrazas acristaladas y un camarero se acercó para recibirnos. Nos ofreció optar entre una de las tantas mesas vacías o alguno de los espacios con sillones y butacas.

—¿Allá, junto al ventanal, te parece bien? —le consulté a mi acompañante.

—Sí, cualquier sitio está bien.

El muchacho caminó junto a nosotros, que ocupamos lugares enfrentados en una de las mesas altas.

—¿Desean que les traiga la carta o ya tienen decidido lo que les gustaría tomar? —preguntó el joven.

—¿Qué puede ser? —quiso saber Fabrizio.

—Les puedo ofrecer algo de la cafetería o refrescos, jugos, vinos... tal vez algún trago.

—¿Podría ser whiskey con hielo? —preguntó él.

—Por supuesto.

—Uno doble entonces, por favor.

—¿El señor desea lo mismo? —El chico hizo una amable inclinación con el cuerpo en mi dirección esperando una respuesta, pero sin hacer contacto visual.

—No, gracias. Eh... yo quisiera... ¿puede ser un jugo de naranjas?

—Perfecto, claro. En seguida les traigo sus pedidos.

El empleado parecía nervioso. Cuando se retiró, me topé con Fabrizio estudiando mi semblante. Me sentí vulnerable de pronto, por lo que hui a su escrutinio. Después de unos segundos regresé a él y lo noté pensativo, con el ceño fruncido.

—No puedo tomar alcohol —me justifiqué. Intuyendo que le había llamado la atención mi elección.

—Me pareció. En la fiesta tampoco aceptaste ningún trago.

—No, debo evitarlo a como dé lugar —suspiré.

—Qué bueno que lo hagas, entonces.

—Sí. En este momento, gracias a Dios, llevo más de tres meses sobrio. Antes, había llegado hasta los dos años. Fue el período más prolongado de sobriedad desde que comencé a frecuentar Alcohólicos Anónimos. Venía haciéndolo bien, pero no es para nada fácil. A veces, uno es como una olla de presión, llega a un punto en que no aguanta más y recae. La noche en que tiré todo por la borda había sido... demasiado. Mi vida es muy complicada.

Hablar de ese tema me hacía sentir expuesto, difícilmente lo hacía, ni siquiera conmigo mismo. No sé por qué le conté aquello. Existían permanentemente dos voluntades contrapuestas luchando dentro de mí, que me dividían sobre cómo debía mostrarme. Ante él, no sabría decir la razón, pero me resultó imposible esconderme en el personaje de siempre.

—Esa noche de la que hablás, ¿fue la de tu... accidente?

Por el cuidado con que pronunció esa última palabra y la tensión en su mandíbula, me di cuenta de que intuía la verdad de lo ocurrido. Traté de que no notara la inseguridad en mis ojos, la culpa, el agotamiento. Pero no dejaba de contemplarme, por lo que, si aún era capaz de leerme, debía de saber exactamente en qué estaba pensando.

—Si no te molesta —contesté—, prefiero no hablar de ese tema.

Formó una línea recta con sus labios y asintió con pesadez.

Se recostó un poco en su asiento para dar lugar al camarero que acababa de llegar y comenzaba a acomodar las bebidas frente a nosotros.

—Gracias —dijimos al unísono.

—De nada. Cualquier otra cosa estaré al pendiente —respondió, mirando hacia la tabla de la mesa, sin levantar en ningún momento la vista.

Cuando se retiró fruncí el ceño tratando de remarcar lo extraño de su comportamiento.

—Supongo que debe ser tu fan y está cohibido —se burló Fabrizio.

Giré levemente la cabeza hacia el bar y vi al chico parado tras la barra, concentrado en su trabajo, digitando algo en la pantalla de la caja registradora.

—No creo. A veces hay gente que me reconoce y, no sé por qué, se siente intimidada.

Davo, el intimidante —impostó la voz.

—¡Qué nabo!

Nos sonreímos con complicidad.

—¿En qué piso estamos? —preguntó estirando el cuello hacia el vidrio que daba al exterior.

—Cincuenta y cuatro.

Asintió.

—Pensar que cuando era chico había un edificio de diez pisos en el centro de San Justo y a mí me parecía altísimo —dijo, con la mirada perdida en algún punto de Puerto Madero.

Aproveché que estaba distraído para recorrer su perfil con mayor detalle. Ya lo había hecho antes, durante el encuentro de la semana previa en mi departamento. Sin embargo, algo me empujaba a tratar de asimilar cada milímetro de sus facciones. Haciéndolo, recordé las palabras de Malena y no pude evitar confirmar que todavía era muy atractivo. Conservaba en sus rasgos esa desfachatez tan típica suya, aunque ahora un poco más disimulada por el asentamiento que otorgan los años. Los pequeños surcos en la piel, las marcas de la edad, la incipiente blancura en sus cabellos, no opacaban en lo más mínimo la hermosura de su rostro.

Se volvió de pronto hacia mí y me vi obligado a desviar avergonzado la vista de él.

—¿Estás seguro de que no querés cambiarte? —solté para salir del paso.

Había llegado mojado desde la calle y le había ofrecido lo mismo ni bien nos encontramos en el living de mi casa.

—No, gracias. A no ser que te avergüence mi aspecto.

—Claro que no.

—Además, tampoco creo que me quepa ninguna ropa tuya.

—¿Cómo no? Siempre intercambiábamos remeras y pantalones.

—¡Hola! ¿Te volviste ciego? —soltó con sarcasmo.

—No, ¿por qué?

—Ya no tenemos el mismo talle.

—Qué exagerado que sos.

Hizo un gesto cómico.

—Aparte —argumenté—, decís eso como si toda la ropa que tengo en el vestidor fuera chica o entallada.

Frunció la boca, exagerando contener una burla que se le escapaba por todos lados.

—¡No es cierto! —me defendí.

—Yo diría que ya no tenés más veinticinco años como para usar ciertas prendas.

Abrí la boca, sin poder creer lo que escuchaba.

—¡¿Cómo te atrevés?! ¡Soy una figura internacional con los mejores asesores de vestuario! Y para que sepas, si quisiera usar exactamente las mismas cosas que usaba a los veinticinco años, podría hacerlo sin ningún problema.

Levantó los hombros socarronamente.

—Lo que no sé —rematé— es si todos los presentes pueden decir lo mismo.

Largó una carcajada

—¡¿Perdón?! ¿Me estás diciendo gordo?

—¡Yo no dije nada; vos sacaste el tema!

Volvimos a encontrarnos en la distancia con otra sonrisa. En nuestras miradas había alegría, complicidad, algo de eso que siempre habíamos tenido y que al parecer no habíamos perdido.

—Gracias —dijo.

—¿Gracias por qué?

—Por hacerme reír. No sé hace cuánto que no lo hacía.

Me incliné hacia él al ver cómo volvía a cambiarle el semblante. Había llegado con un dejo triste pesándole en todo el cuerpo, con la expresión de quien siente que sus problemas no podrán solucionarse. Reconocí de inmediato su lenguaje corporal, esa languidez en la mirada en la que parece que se nos escapa el alma. La conocía muy bien, me resultaba demasiado familiar; la había enfrentado en el espejo más veces de las que conseguía recordar.

—¿Qué está pasando, Fabrizio? Contame —lo animé a hablar.

Dudó.

Abrió y cerró la boca en un par de oportunidades, sin decidirse a hacerlo. Quien no lo conociera no hubiese notado cómo le temblaban mínimamente los labios, lo que me preocupaba. Esperé ansioso su descargo por un par de minutos, conteniendo el ansia por poder ayudarlo. Pero optó por callar, escapar a mi escrutinio y buscar refugio en el vaso de whiskey, que comenzó a girar hacia un lado y hacia el otro.

—Podés contarme lo que sea —insistí.

—Creo que... tampoco estoy listo para hablar de ese asunto ahora.

Me invadió una mezcla de extrañeza, pena y decepción.

Había dicho que quería que nos veamos para decirme algo y ahora no se animaba, ¿o había más cosas, varias inquietudes que lo aquejaban?

—No hay problema —respondí para no hacerlo sentir peor.

Había vuelto a escaparse más allá de los cristales del ventanal.

Bajé la mirada. Reparé en el vaso colmado de jugo delante de mí. Sentí el impulso de tomarlo y de beber un sorbo, solo para llenar ese instante, esa ausencia suya momentánea. Sin embargo, se me había cerrado el estómago y sabía que no podría tragar ni una sola gota.

Respiró profundo, como si hubiera estado tratando de convencerse de algo. Se removió en la silla y comenzó a hurgar con determinación en los bolsillos del abrigo que había colgado en el respaldo. Sentí que invadía su privacidad siguiendo cada uno de esos movimientos, por lo que me avoqué a recorrer los modernos detalles de decoración del inmenso salón.

—Mirá —me llamó.

Al volverme, vi que extendía hacia mí dos fotografías. Las reconocí de inmediato. En una se veía mi rostro de diecisiete años, me la había tomado la primera vez que habíamos subido al faro de Punta Médanos. Mostraba una sonrisa cohibida y el atardecer embellecía el cielo a mis espaldas. En la otra imagen estábamos los dos tirados en la arena, hombro con hombro, con los ojos casi cerrados porque el sol nos encandilaba. También la tenía muy presente, nos la habíamos tomado con su cámara pocos días antes de que debiéramos abandonar el paraíso que había representado aquel rincón de la costa. Qué poco conscientes éramos en ese instante de lo frágil que era aquello que nos unía. Creíamos que con el amor bastaba y que él nos protegería de cualquier amenaza.

Sentí la tristeza agolparse en mi garganta, esconderse tras mis párpados.

—Pensé... —balbuceé—. Creí que habíamos acordado no hablar sobre ese tiempo.

Parecía que había demasiadas cosas de las que no queríamos hablar. Era como si nos empeñáramos en levantar una frágil muralla de protección en torno a ambos, que comenzaba a tambalear con apenas una palabra, un gesto, un mínimo acontecimiento, que ponía en evidencia la vulnerabilidad de ambos.

—No es necesario que hablemos de nada —respondió—. Te las traje porque supuse que no tendrías ningún recuerdo del viaje. Si querés me las puedo llevar de vuelta.

No precisaba ningún objeto para recordar.

Conservaba cada mínimo detalle de aquellos días impreso a fuego en mi memoria.

Eran mi tesoro y mi condena.

Volví a reparar en las fotos y en sus ojos que me contemplaban con paciencia y comprensión. Me pareció igualmente un gesto noble de su parte haberlas traído, de modo que las tomé y comencé a estudiarlas con mayor atención. Contuve un suspiro. Me pregunté cómo veintiséis años parecían haber transcurrido en un abrir y cerrar de ojos; cómo un mismo hecho podía sentirse tan próximo y a la vez tan lejano.

Dolía ver nuestras caras tan rebosantes de felicidad, tan diferentes a las del presente.

Quemaba haberlo perdido todo de un momento para otro.

—¿Sabés? —dije—. De ninguna manera quiero que pienses que odio lo que vivimos. Lo que sucede es que creo que no estoy listo para hablar de estos chicos que fuimos como si se tratara de dos desconocidos.

—Lo sé. Perdoname, no debí haberlas traído.

—No es culpa tuya, Fabrizio. Tampoco mía. Pasó lo que tenía que pasar. No se puede torcer el destino ni detener el tiempo. Vos hiciste lo que tenías que hacer: seguiste con tu vida. Yo también traté, pero en ciertos aspectos nunca conseguí avanzar. Vos te casaste; hasta sos padre, como siempre quisiste. No puedo culparte por eso, tampoco recriminártelo. Supongo que es lo normal, lo natural, lo lógico. Hay que seguir adelante, aunque no hayamos olvidado. Por eso intuyo que revolver el pasado solo nos causaría más daño.

—Yo...

—No, de verdad. Se siente bien estar otra vez cerca, pero es imposible obviar que vos tenés tu vida y yo tengo la mía, y que, de cierto modo, se sienten incompatibles. Lo siento. Lamento no poder ajustarme a lo que sé que te gustaría...

Había escondido mi mirada en las imágenes que sostenía con las manos temblorosas, porque sabía que no era capaz de pronunciar esas palabras enfrentándolo. Sin embargo, estaba aún menos preparado para ver todo el desconsuelo con que sus ojos me enfrentaban. Sus iris oscuros tremían suplicantes, inundados de lágrimas que bregaba por contener. Se me desgarró el corazón y tuve que contener el impulso de levantarme y abrazarlo.

Quería desdecirme, pero debía sostener en lo que había dicho; ser fuerte por lo menos una vez o terminaría destrozado.

Bajó apenas el mentón para darme la razón.

¿Por qué se lo veía tan lastimado?

—Tu familia ni siquiera sabe que nos conocemos —justifiqué.

—Ahora... ya lo saben —murmuró.

Escucharlo con esa voz mínima, quebrada, terminó de desarmarme.

—¿Cómo lo saben?

Se contorneó levemente hacia las ventanas, ocultándose para secarse los ojos.

—Se los conté yo, cuando volví de tu casa los otros días.

—¿Por qué ahora?

Agachó la cabeza y la tomó con ambas manos. Inhaló y exhaló largamente, tratando de darse ánimo. Descubrió su rostro, se acomodó contra el respaldo del asiento y meditó por algunos segundos con la mirada perdida. Yo seguía con pesar y expectativa lo que hacía. Se volvió a encorvar sobre la mesa, bebió un poco de su whiskey y decidió comenzar a hablar.

—No se los había contado porque nunca creí que nos volveríamos a ver. Te conozco bien y sé que no te gusta tener cerca a los que te lastimaron. También sé muy bien que yo te lastimé, que te decepcioné. Lo vi en tu rostro transfigurado aquella última noche. —Volvió a beber—. Además, si nadie sabía, nadie preguntaba. Era lo que resultaba más cómodo, no tenía que dar explicaciones de por qué no manteníamos contacto. Ni a ellas ni a mí mismo. Pero ahora estás acá y verte es como reencontrarme con una parte de mí que nunca conseguí esconder del todo. Volver a la misma casa, al mismo barrio; todo me remitía a los años del secundario. El tiempo matiza, pero no borra los recuerdos. Y si algo aprendí, es que no hay forma de separarse en dos mitades. Somos los de ayer, somos los de hoy, seremos los mismos siempre. Podemos cambiar a medida que va cambiando todo a nuestro alrededor, pero somos los mismos. Y en este momento tan difícil que estoy pasando, preciso reconciliar cada una de mis partes. No podría enfrentarlo de otra manera. Me gustaría, de alguna forma, volver a tener todo lo que quiero conmigo, por una vez, antes de que sea demasiado tarde.

—¿Por qué decís eso?

—Por nada.

—Fabrizio...

—Yo sé que vos sentís que no estás preparado para encontrarte con ellas; lo respeto y lo entiendo. Te lo juro. Por eso creí que contarles sobre vos era la única manera que me quedaba para reconstruirme ante ellas y ante mí mismo.

Casi todo lo que acababa de decir despertaba mil alarmas en mi mente, pero no quería forzarlo a decir algo para lo que no parecía estar preparado. Lo conocía bien y no iba a hablar por más que insistiera. Cuando lo creyera conveniente, me contaría la historia completa.

—¿Les hablaste sobre... todo?

Negó con la cabeza.

—Solo me animé a decirles que fuimos, que somos amigos.

Asentí.

—Es lógico... yo hubiera hecho lo mismo.

—Por eso busqué las fotos, porque no me creían —rio en medio una tristeza que iba en aumento—. Mi vieja había guardado todo lo nuestro, ¿podés creer? Siempre te quiso tanto... Poco tiempo antes de morir me pidió que te buscara... «Necesitan reencontrarse», me dijo —Sendas lágrimas rodaron por su rostro—. Pero yo tenía tanto miedo de que no quisieras verme...

Tuve que esforzarme muchísimo por contener mi propio llanto. Me incliné y le tomé las manos.

—Fabri.. Zeta... Por favor, no llores. Siento tanto lo de tu mamá, no sabía. Yo también la adoraba. Creo que fue la única figura materna que tuve. Haberla conocido fue una de las mayores bendiciones de mi niñez.

Asintió llorando en silencio.

Me pareció que cargaba demasiada angustia, culpa, remordimientos.

Enlacé nuestros dedos con fuerza.

—Zeta...

Alzó la mirada.

—¿Cómo no iba a querer verte?

Se encogió de hombros.

Apreté aún más nuestras manos para darle ánimo.

Para que supiera que estaba ahí con él.

Para sostenerlo como en nuestros mejores momentos.

Al cabo de unos instantes nos separamos. Yo tratando de mantener a raya toda la tristeza que me agobiaba y él para buscar un pañuelo en el bolsillo de su pantalón y secar su rostro.

El pecho le subía y le bajaba acentuadamente, esforzándose por normalizar su respiración.

Solo lo había visto así aquella última vez.

Me lastimaba inmensamente verlo tan derrotado.

Cuando estuvo más calmo, volvió a beber de su vaso. Revoleó los ojos y me sonrió.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Me dijiste Zeta.

Le devolví el gesto.

—¡Qué nabo! Y bueno... Siempre fuiste y siempre vas a ser el único e inigualable Zeta.

Apretó otra sonrisa entristecida.

—Y vos para mí siempre fuiste Davo.

—Así es... Y ahora, lo soy para todo el mundo...

Los ojos le chispearon levemente.

—Lo que nadie sabe es que ese nombre lo inventé yo.

—Con que lo sepa yo, basta.

Pude reconocer todos los sentimientos contenidos en su mirada. Esas ventanas por las que siempre había podido ver su alma con tanta facilidad, ahora me gritaban un millón de cosas. Cosas que alguna vez le había escuchado decir y que ahora era mandatorio callar.

—¿Qué nos pasó? —preguntó.

Tuve que contener el aire para mantenerme compuesto.

—La vida pasó —respondí finalmente— y no se puede desandar.

Secó su barba con el pañuelo y luego observó a su alrededor.

—Te sigo avergonzando —soltó.

—No seas pavo.

Giró su cabeza hacia todos lados, como si buscara algo.

—¿Qué se te perdió?

—¿Hay cámaras de seguridad?

No lo había pensado. Comencé también a intentar localizar alguna.

—Te pusiste blanco —se burló.

—Lo que me falta —resoplé—: aparecer mañana en todas las revistas y programas de chimentos.

Dos maricones llorando tomados de la mano —imitó a un locutor.

—¡Callate, idiota!

Intranquilo, recorrí una vez más el cielorraso.

—Era un chiste, no te persigas.

—Ya lo sé. Igualmente, tengo firmado un acuerdo de confidencialidad con el consorcio. Pero nunca se sabe. Hay gente que hace cualquier cosa por dinero.

—No va a pasar nada... De nuevo, perdón por el espectáculo.

—No te preocupes.

—Es que estoy pasando por muchas cosas.

—¿Por qué no me contás?

Negó con la cabeza, aunque podía ver la indecisión en sus movimientos.

Tomó el vaso y bebió otra vez.

—Mejor en otro momento.

—Cuando vos quieras, estaré aquí para escucharte.

Asintió y se acabó lo que quedaba del whiskey.

—No te emborraches que tenés que manejar —bromeé.

—No te preocupes, que hoy me quedo en Capital.

Me surgía preguntarle por qué no regresaría a su casa, pero intuí que debía tener que ver con lo que le sucedía. Decidí respetar su silencio.

Tomó aire.

—Te dije que nos juntáramos porque quería hablar con vos.

—Sí. ¡Y vaya que hemos hablado! ¿No? —traté de hacerme el gracioso.

—Si querés me voy... —retrucó en igual tono.

—Dale, no seas nabo.

—Me había olvidado que siempre me llamabas así.

—Otra cosa que siempre vas a ser: un nabo.

Abandonó la comodidad del respaldo y apoyó los codos en la mesa.

—Nunca me preguntaste a qué me dedico —soltó.

Tenía razón.

—Vos tampoco—opté por la respuesta fácil.

—¡Qué idiota! —sonrió.

—Por lo menos trato de cambiarte el humor...

—Es verdad. Gracias.

—Basta de agradecer. A ver, ¿a qué te dedicás?

Parecía avergonzado.

—Adiviná.

—No sé... ¿Acompañante masculino?

—¡Qué tarado que sos! —Rio con ganas—. ¿Nunca vas a madurar? ¡Estoy hablando en serio!

—Bueno, perdón...

Lo contemplé con exageración, cuando llegué a su rostro me guiño un ojo. Ambos reímos.

—Por el pelo crecido, diría que gerente de banco no sos...

—Prejuiciosa observación, pero cierta.

—Tampoco debés de estar en relación de dependencia. Diría que sos tu propio jefe...

—Muy bien.

Seguí pensando.

—No sé, es difícil... Laburás en la empresa de tu viejo.

—¡Dios me libre! —Agitó las manos en el aire.

—No sé entonces. Decime vos. Me doy por vencido.

—OK, te cuento: estudié psicología, pero no terminé la carrera.

Fruncí el ceño.

—¿No terminaste? ¿Te mantiene tu señora acaso?

—Casi, pero no. Soy trabajador social.

—¿Trabajador social? —me sorprendí.

—Así es.

—Nunca me dijiste que querías dedicarte a eso.

—Ahora lo sabés.

—¿Cómo te surgió?

—¿Te acordás de Juancho?

Hice memoria, pero no recordaba a nadie con ese nombre.

—¿Juancho?

—El nene que conocimos en Pinamar, en el estacionamiento de un supermercado.

—¡Sí! Me había olvidado de cómo se llamaba.

—Bueno, creo que la tarde en que nos topamos con él se me despertó algo, tal vez la vocación de ayudar. Aunque no sé... no tomé mucha dimensión en ese momento. Tal vez por eso no te llegué a contar nada, me di cuenta varios años más adelante.

—Qué bien. Me encanta. Te admiro más ahora que lo sé.

—¿Me admirás? —Sonrió.

—No se lo digas a nadie —Le guiñé un ojo.

—Esta semana he tenido bastante tiempo para pensar —continuó— y se me ocurrió algo... Que es justamente lo que quería comentarte... Espero que no lo tomes a mal y que no pienses que me quiero aprovechar de vos...

—Dale, decime.

—Hace como dos años que estamos tratando de urbanizar un barrio humilde en González Catán, pero siempre nos pasa lo mismo: nos quedamos sin presupuesto y no hemos completado ni la mitad de la obra. Le damos prioridad al comedor, que es lo más urgente, pero siempre estamos sin plata...

—OK. ¿Cuánto dinero precisan? Puedo transferirles algo o todo, depende de la cantidad.

—¡No, Davo! No quiero que nos regales guita.

—¿Y cómo puedo ayudar entonces?

—Pensaba en que podríamos armar un festival, una presentación tuya y con lo recaudado ver hasta dónde nos alcanza. Porque, además de lo material, les vas a dar una alegría inmensa si visitás el barrio. Sería bueno que sepan que vos también comenzaste desde abajo. Es como regalarles un sueño, que vean que sus propias vidas pueden mejorar.

Lo que decía me conmovía, pero mi mente empresarial había comenzado ya a analizar las posibilidades de concretar su propuesta.

—Por favor, si me estoy desubicando decímelo...

—No, Zeta, no es eso. No seas tonto. Es solo... que estoy tratando de ver cómo podemos organizarlo. Tendría que traer a los técnicos, a los músicos desde Miami; a algunos bailarines...

—No, no precisamos tanto. Contando con vos, seguro que conseguiríamos algún apoyo para sonido, escenario, esas cosas. Yo pensaba más bien en una charla y luego una pequeña presentación acompañado por un instrumento o alguna pista.

—No sé, Zeta... nunca me he presentado de esa manera. La gente espera otra cosa de mí. Quiero hacerlo, pero tendría que hacerlo bien. Habría que ver la forma.

—Te agradezco enormemente por considerarlo, pero relajá; que a la gente le bastará nada más con verte, que le des un beso o la mano. Es importante que alguien como vos les regale su tiempo, los escuche. Creeme, son muy agradecidos; estoy todos los días con ellos.

Le creía y me sentía halagado.

—Está bien, lo haremos como vos quieras.

Saltó del asiento y volvió a tomarme las manos. Los ojos le brillaron de repente y mi corazón se disparó.

—Gracias.No sabés lo feliz que me hacés en este momento tan complicado.

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