TAMBIÉN LO RECUERDO TODO

By Gastohn

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¿Sabes qué siente realmente tu artista favorito? Davo ha sido durante tres décadas el actor y cantante más co... More

PRIMERA PARTE
1. Davo
2. Davo
3. Davo
4. Davo
5. Zeta
6. Zeta
7. Zeta
8. Zeta
9. Zeta
10. Zeta
11. Zeta
12. Zeta
13. Davo
14. Davo
PRENSA
15. Zeta
16. Zeta
17. Zeta
18. Zeta
19. Zeta
PRENSA
20. Davo
21. Zeta
22. Zeta
23. Zeta
24. Zeta
25. Davo
26. Zeta
27. Zeta
28. Zeta
29. Zeta
30. Zeta
31. Zeta
32. Davo
33. Zeta
34. Zeta
35. Zeta
36. Zeta
37. Zeta
38. Davo
39. Zeta
40. Zeta
41. Zeta
42. Zeta
43. Zeta
44. Zeta
45. Zeta
46. Zeta
PRENSA
47. Davo
Carta
49. Davo
50. Zeta
51. Zeta
52. Zeta
53. Zeta
54. Zeta
55. Davo
56. Davo
57. Zeta
58. Zeta
59. Zeta
60. Zeta
61. Davo
63. Zeta
64. Zeta
65. Davo
66. Zeta
67. Zeta
68. Zeta
PRENSA
69. Davo
SEGUNDA PARTE
70. Davo
71. Davo
72. Zeta
73. Zeta
74. Davo
75. Davo
76. Davo
77. Zeta
78. Zeta
PRENSA
79. Davo
80. Davo

62. Zeta

92 16 2
By Gastohn


Rodamos por la arena sin dejar de besarnos. Cada pedazo de nuestro cuerpo deseaba contactar cada milímetro del otro. De pronto, sentí que había deseado que eso ocurriese desde el mismísimo instante en que nos vimos primera vez. Tantos años, tanto tiempo anhelando estar cerca, sin percibir que me moría por tocarlo, por sentirlo del modo en que estaba sintiéndolo en ese instante. Me detuve un segundo para contemplarlo. Sus ojos brillaban más que nunca. Su labios tremían ansiando los míos. Su mirada... Dios, nunca nadie me había mirado de esa manera. Nos sonreímos con incredulidad. Volví a buscar su boca. No podía parar. No, cuando su roce me estremecía de esa manera, cuando se sentía tan bien. Necesitaba ir por más. Busqué el botón de su short para desabrocharlo. Nuestras respiraciones se entrecortaron. Detrás de las manchas de pintura resecas de su rostro, pude ver cierta duda, un dejo de inseguridad apareciendo.

—No hay apuro. No tenemos que hacerlo si no querés —susurré.

Pero sentía que moriría si me pedía parar.

Humedecí mis labios porque tenía la garganta reseca. El tiempo que se tomó para responder pareció eterno. Sin mediar palabra retomó mi iniciativa.

Nos besamos con ansia, apurados, de la manera más torpe posible.

No podíamos controlar los nervios.

—Ay —se quejó.

—¿Te lastimé?

—Me mordiste el labio —rio.

—Perdón.

—Tenemos todo el cuerpo lleno de arena pegada por la pintura, ¿por qué no nos damos un baño? —sugirió.

Exhalé, temiendo que si nos deteníamos allí, la culpa aparecería en algún momento.

—Como vos quieras —balbuceé.

—Podemos bañarnos juntos —sonrió con picardía.

Mi duda duró un segundo.

—Dale —me entusiasmé.

Nos pusimos de pie y nos dispusimos a caminar hasta la casa.

Nuestras miradas se buscaron tímidas, inseguras, cargadas de deseo.

—¿Estás nervioso? —preguntó, mientras giraba la canilla y permitía salir el agua para llenar la tina.

—Bastante. Nunca lo hice.

—Me habías dicho que sí.

—Con un chico, quiero decir.

—Bueno, yo tampoco llegué a hacer todo —desvió la mirada con vergüenza.

Me acerqué y lo besé; no quería saber.

Tampoco podía aguantarme.

Comencé a desabotonarle el short. Tomó mis manos con las suyas y me susurró al oído.

—Shhh... no te apures.

Asentí un poco avergonzado.

—Disfrutémoslo —me besó en la mejilla.

Volví a darle la razón. No era que estuviera apurado, era que la intimidad entre ambos había comenzado a intimidarme y las dudas habían comenzado a atemorizarme, a contradecir a mi cuerpo.

Se quitó el short y me invitó con la mirada para que lo imitara.

Lo hice.

Allí estábamos los dos, desnudos, enfrentándonos.

Ambos tratando de disimular los nervios, la evidente excitación.

Aquella no era la primera vez que nos veíamos sin ropa, pero sí la primera en que nos permitíamos desear lo que estábamos viendo.

—¿Hay mucha claridad, no? —pregunté, vacilante.

—¿Te da vergüenza? —rio.

Me encogí de hombros.

—Sería más romántico si ponemos velas y apagamos la luz.

—¿Romántico? No seas cursi. Esto no es una novela de Corín Tellado —se burló.

No respondí, creo que estaba aterrado.

Comprobó la temperatura del agua y se metió en la bañera. Al percatarse de mi indecisión y de que continuaba en el mismo sitio, me hizo un gesto con la cabeza.

—Andá, dale. Andá a buscar las malditas velas.

—No tardo —contesté—, las vi los otros días mientras trataba de encontrar los fósforos para la fogata.

No demoré ni tres minutos. Coloqué sendos candelabros sobre un banco, cerca de la bañera y fui hasta la puerta para apagar la luz eléctrica. Me giré para observar el ambiente, pero su imagen me detuvo. Se veía tan hermoso sentado en la tina con medio cuerpo cubierto de un agua y el resto húmedo. Los contornos de su musculatura tenían reflejos dorados debido a la luz amarillenta de las llamas, que llegaba tenue y oscilante. Levantó las cejas animándome a acercarme. Tenían una mueca en los labios y la mirada brillante. Pensé que se lo veía más hermoso que nunca. Hizo un gesto con la cabeza para apurarme. Me mordí los labios y con el mentón, le pedí que me hiciera lugar. Se movió hacia atrás y recogió las piernas. Cuando me paré junto a él, aparecieron ante mí sus cicatrices. Siempre me conmovían. Me agaché, las recorrí con la punta de los dedos y le besé la espalda. Él no hizo ni dijo nada. Mientras me acomodaba en el agua, me juré que no permitiría que nadie más volviera a hacerle daño.

—¿Estás bien? —quiso saber.

Dejé caer mis párpados para confirmar.

Nos quedamos contemplándonos por algunos minutos, uno frente al otro. Los dos en silencio, con el corazón alocado y el aire atragantado.

Me alcanzó una esponja y me pidió que le quitara la pintura de la espalda. Se giró en la bañera y nuevamente aparecieron frente a mí aquellas marcas. No tenía manchas allí, pero embebí la esponja en el agua tibia y comencé recorrer su dorso con sumo cuidado, desde arriba hasta abajo, siguiendo la línea de su espina dorsal. Lo hice muy despacio, casi sin rozarlo, como si fuera un ritual para acariciarlo. Me acomodé más cerca de él y comencé a lavar sus hombros, su cuello, la parte superior de su pecho. Él se recostó en mí. También me apoyé en la pared esmaltada tras de mí. Rodeé su cuerpo con mis piernas y con mis brazos mientras seguía explorándolo con aquella esponja.

Lo deseaba.

Cada uno lavó el cuerpo del otro, como en una ceremonia de iniciación que, sabíamos, solo ocurriría una vez.

Aun cuando el agua ya se había enfriado, permanecimos inmersos en aquella bañera. Indefensos en nuestra desnudez, confiándonos, entregándonos. Su espalda sobre mi vientre, su cabeza descansando en mi pecho.

—Se te escuchan muy fuertes los latidos —susurró.

—Culpa de quién será.

Giró su cabeza hacia mí y me sonrió con ternura.

—¿Podés creer que estemos así?

Suspiré.

—Ya no sé en qué creer.

Hizo un mohín con sus labios, supongo que intuía mis temores.

—No tenemos que hacer nada más que esto —sugirió.

—Es un buen primer paso, ¿no?

—Uno excelente.

Me besó cerca del hombro y se recostó colocando el lado derecho de su cabeza justo en medio de mis músculos pectorales. Buscaba otra vez el sonido de mi corazón. Le acaricié la mejilla y luego enredé mis dedos en su cabello mojado.

Permanecimos así por más de dos horas.

Sintiéndonos.

Reconociéndonos.

Incorporando al otro de todas las manera posibles.

Descubriéndonos en una faceta diferente.


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