—¿Quién sos? —le dije mientras se desperezaba en el asiento del acompañante de mi auto.
—¿Qué? —farfulló.
—Que quién sos: el chico que va conmigo a la escuela desde séptimo grado o la estrella del under porteño con una cola de seguidores y fans.
Dibujó una sonrisa adormilada y me apartó con una mano, fingiendo fastidio.
—No me molestes —balbuceó.
—Bueno, dale; despertate, que ya dormiste bastante mientras yo manejaba.
—¿Quién te manda a querer salir a las 5 de la mañana?
—Para evitar el tránsito...
—Bueno, está bien; pero sabrás que las estrellas nos despertamos siempre tarde —se incorporó en el asiento, impostando una actitud sobradora. Luego miró hacia el paisaje campestre, que se sucedía fugaz al otro lado de la ventanilla—. ¿Dónde estamos?
—Hace un rato pasamos Dolores, todavía nos falta bastante.
Volvió a desperezarse con exageración.
—¿Qué? —se incomodó porque no le quitaba los ojos de encima—. Mirá para adelante, que vamos a chocar.
—Estoy tratando de darme cuenta cuál de los dos Davos me acompaña hoy —me burlé.
—¿Qué es eso nuevo de los dos Davos? Si sabía que me ibas a empezar a gastar, ni te invitaba al show.
—Aunque no me invites, a partir de ahora, voy a estar ahí cada vez que cantes.
—¿Ah, sí? ¿Siempre?
—Todas las veces.
—¿Tipo presidente del club de fans?
—Voy a hacerme una bincha con tu nombre y una remera con tu cara de dormido —bromeé.
—¡Qué idiota que sos! —rio—. Entonces, ¿te gustó?
—Soy del club de fans, ya te dije.
—¡Dale, nabo! Hablo en serio.
—Yo también.
Refunfuñó y sacudió la cabeza.
—¿Trajiste mate por lo menos?
—Atrás de tu asiento —señalé.
Se giró y trajo frente a sí los elementos para prepararlo. Mientras lo hacía, volví a observarlo de soslayo, risueño.
—¿Va a estar tu papá? —preguntó sin quitar la vista de lo que estaba haciendo.
—¿Dónde?
—Cuando lleguemos a Pinamar. Últimamente me mira con cara rara, no sé por qué.
—No le hagas caso. No estamos pasando un buen momento, capaz que por eso está tan rompepelotas.
—Me hubieses avisado antes. Ahora pienso que voy a estar molestando metido en el medio.
—No te preocupes, la mayor parte del tiempo no vamos a estar en lo de mis viejos.
—¿Y dónde vamos a estar?
—En lo de mi tía.
—¿La solterona? —me alcanzó el primer mate.
—¡No le digas así! Mi tía, la buena onda —lo corregí.
Blanqueó los ojos.
—No te asustes —lo animé—, seguro que le caés bien.
Forzó la salida del aire en un suspiro.
—Eso me pasa por confiar en vos. Sabés que no me gusta conocer gente nueva, me siento incómodo.
—Invocá al Davo-estrella. Anoche parecía que no conocías la palabra "timidez".
Volvió a reír.
—¿Vas a seguir todas las vacaciones con eso?
—Lo digo en serio: si no tenés vergüenza arriba de un escenario, no deberías tenerla abajo.
—Son dos cosas distintas —aseguró mientras agarraba el mate que le devolvía.
—Explicame.
—Cuando estás actuando hacés justo eso: actuar. Abajo sos vos y la gente te juzga.
—¿Justo vos me vas a decir eso, que empezaste a estudiar danzas y teatro siendo tan chico? ¿Qué salís con otro tipo sin importarte lo que digan los demás?
—Eso no es cierto, Zeta —se puso serio—. Hay gente que me importa y mucho. Lo que opine tu tía de mí es importante.
—Si ni la conocés.
—Pero es tu tía y a vos te importa.
Hizo una pausa para tomar el mate. Yo moví el dial de la radio buscando música, ya que había perdido la señal de la estación que venía escuchando.
—Tampoco es cierto que salgo con Lean porque me da lo mismo lo que diga la gente —afirmó—. Lo hago porque tengo que vivir, Zeta; yo también tengo derecho a sentirme bien, a estar acompañado y ser feliz.
—Perdoname...
—No precisás pedir perdón, lo que creo es que un chico como vos no puede dimensionar lo que significa esta etapa para los que la padecemos.
No sabía qué decirle. Había intentado hacer un chiste, no pensé que le causaría tal molestia.
—Tenés razón, supongo que no sé lo que se siente —ensayé.
—¿A cuántas chicas besaste? —me sorprendió.
—De novio solo estuve con Carolina.
—No. Te pregunto a cuántas chicas besaste; desde la primera hasta hoy.
—¿Contando las del jardín de infantes?
—El total, todas.
—No sé... doce, si cuento los besos casuales y en broma.
—Y más allá de la adrenalina lógica que provoca acercarse a alguien, ¿alguna vez tuviste miedo de que te golpearan si le decías a esa persona que te gustaba? ¿O aún peor, que te de vuelta la cara y no quiera verte nunca más? ¿O que por tu confesión te desprecie y pueda odiarte por siempre y vos no sepas qué hacer con todo lo que sentís?
Su gesto era de dolor, lo que hizo que me sintiera todavía peor.
—Perdoname —repetí—, no quise hacerte sentir mal, era una broma.
—No tengo nada que perdonarte, Zeta. No es tu culpa que las cosas sean como son, pero no digas que salgo con un chico porque no me importa lo que piensen de mí; porque mientras cada uno de nuestros compañeros vivía lo que todos deberíamos vivir en la adolescencia, yo tenía que reprimir lo que me pasaba. Me sentía culpable por mis sentimientos, le pedía llorando a Dios que me cambiara, preguntándole por qué me castigaba de esa manera. Y cada vez que mi viejo me golpeaba, yo pensaba que estaba bien que lo hiciera, porque en el fondo creía que él sospechaba lo que tanto me esforzaba por esconder. Entonces, no es que no me importe, ni tampoco es algo que elija. Porque te juro que cuando estás siete años tratando de cambiarte a vos mismo, y llega un punto en que te das cuenta de que eso no va a suceder; entonces, solo te quedan dos caminos: o te tirás abajo de un tren o intentás continuar con tu vida. Buscás aceptarte, de que te duela lo menos posible que todos te miren como una abominación o que te muelan a palos porque te tocó nacer así.
A medida que hablaba, los ojos se le fueron humedeciendo; no llegó a llorar, pero me di cuenta que el tema lo afectaba mucho. Quité la mirada de él sintiéndome mal por mi estupidez. Me enfoqué en la ruta, mientras las palabras de Mina volvían a mí con un peso todavía mayor que el que habían tenido hasta entonces. Tanto, que sentí que eran capaces de aplastarme. Intuí que, de ser cierto lo que mi hermana había dicho, a David debía dolerle nuestra amistad. Otro dolor más de los tantos que lo acechaban. Tragué saliva, intentando deshacer el nudo que me atenazaba la garganta. Sentí pena por mi amigo, pena por mí; una pena inconmensurable por nuestra amistad, que parecía que se nos escapaba de las manos.
—Perdoname por no estar a la altura de lo que te merecés —solté.
—Estás a la altura, Zeta. Siempre lo estuviste y siempre vas a estarlo —respondió, mientras me alcanzaba un nuevo mate.
Lo miré para recibir lo que me acercaba, y me encontré con sus ojos que me contemplaban entristecidos. No había juicio en ellos, apenas compasión, aceptación, entendimiento.
"Qué persona tan extraordinaria", pensé.
No podía más que admirar su empeño y sentirme afortunado por tenerlo cerca, por que fuera un ejemplo a seguir. Él siempre había sido un ejemplo de entereza para mí.
Una sonrisa trémula se dibujó en nuestros labios.
No precisábamos decirnos nada, podíamos comprendernos en silencio.