Halekulani

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Waikiki, Honolulu.

Una multitud enfurecida se acumula ante las elegantes y costosísimas instalaciones del hotel Halekulani, desde muy temprano en la mañana. De nada le sirven, al gerente del lugar, los tres restaurantes salón de jazz, sus cuatro salas de spa y sus cientos de habitaciones, haga lo que haga, intente lo que intente, no consigue hacer que se marchen. En realidad, ya no tiene ni idea de cuánto tiempo ha estado halándose el cabello, quizá, para el final del día ya estaría calvo.

Pero nada.

Es como si un millón de ratas hippies se hubieran apropiado de las calles. Tienen un objetivo muy claro, y no se largarán hasta que lo consigan. Si tienen que dormir ahí, durante los próximos dos años, entonces lo harán. Sin problema alguno. Ellos no tienen nada que perder. Pero él sí, el gerente perderá su empleo, quizá. El Hotel tendrá perdidas millonarias, si esto se extiende por mucho tiempo. Todo será un caos.

¡Como sea! Nada se puede hacer por él, de momento.

Mientras tanto, a varios kilómetros de distancia de este concurrido lugar, más específicamente en la costa, una ola gigante, majestuosa y ruidosa se alza en el océano. Por un momento, solo es posible, para cualquiera que observe desde la playa, admirar el asombroso color azul, pero luego, un apuesto joven de tez morena, cabello negro y ojos verdes, atraviesa el agua, con sus pies perfectamente sostenidos en la tabla de surf.

En el momento estrella, en el cual el mar está más enfurecido, probablemente intentando botarlo, el muchacho suelta un grito de júbilo, dejándole saber al mar, que el juego estaba en lo mejor de lo mejor. Su corazón palpitaba realmente fuerte, parecía querer salirse de su pecho, pero aun así, lo hacía sentirse plenamente vivo.

Al final, el mar ganó. Percy Jackson se sumergió debajo de las mareas que lo consumían, y con una sonrisa, nadó, arrastrando la tabla, hasta la playa de arenas blancas. Tan pronto como notó que el agua apenas y besaba la tierra, se dejó caer, con una sonrisa en sus labios, boca arriba, mirando al cielo azul que lo cubría en aquel maravilloso día.

No había estado demasiado tiempo ahí tumbado, con su abdomen desnudo y definido subiendo y bajando al ritmo de su respiración agitada, cuando sintió que alguien se sentaba a su lado. Esta parte, específica de la playa, no era demasiado visitada, debido a la lejanía que tenía con la ciudad, así que, no era difícil para él, saber de quién se trataba. Sin embargo, decidió esperar a que él hablara primero.

—Aun tienes la tabla atada al pie— dijo Grover Underwood, después de un par de segundos, con voz calmada.

—Lo sé— contestó él, incrementando la sonrisa sobre sus labios. Luego de un momento se incorporó y miró a su amigo. El cabello castaño se pegaba a su frente, debido al sudor, y sus ojos marrones miraban hacia el océano— ¿Qué está pasando?

No era que Grover siempre lo buscara para pedirle ayuda, en realidad, tendían a verse casi todos los días sin ningún motivo aparente. Pero Percy sabía reconocer las expresiones en el rostro de Grover, y sabía, estaba seguro, de que algo perturbaba en esos momentos su mente. Esta vez había venido por una misión, y la cumpliría, sin importar las consecuencias.

Y eso, fue quizá lo que más perturbaba a Jackson. ¿Desde cuándo Grover estaba preocupado por pedir su ayuda? ¿No habían trabajado juntos durante los últimos cinco años, acaso? ¿No eran amigos desde la universidad? ¿Qué? ¿Qué era tan importante y peligroso en esta ocasión?

—Hay una empresa... — inició a explicar Underwood— Walton Industries, capitalistas de cepa— su expresión se arrugó, con asco, como si pronunciar esas palabras le generara algún malestar intestinal— Quieren construir un hotel gigantesco.

Returning HomeWhere stories live. Discover now