50. Rafael: Padecer la insensibilidad

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Por primera vez en la historia (esta, dah) Recomiendo reproducir la música del video en multimedia mientras se lee este capítulo (Hay una opción para ponerlo en bucle 🔂).

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Padezco el no entenderte, o el entenderte demasiado.

Rafael

No alcancé a recordar nada de lo ocurrió al momento de ingresar al hospital, o su recibimiento. Solo parecieron prendérseme las luces cuando me vi ya esperando horas por respuestas a sus médicos. Siendo esta la tercera vez que lo hacía según ellos, y yo no era capaz de recordar las primeras dos.

Pero nada de eso importaba. Yo solo necesitaba saber lo que le ocurría a mi hijo, siendo invadido por una incertidumbre infernal que me dominaba por cómo me hacía temblarme las manos. Fue en vano ocultárselas a los profesionales.

—Por ahora, necesita primero calmarse usted —me dijo el médico de voz profunda pero aguda. Parecíamos contemporáneos—. Me temo no poder asegurarle nada. Y, además, el chico lo necesita fuerte y seguro, ya que no hay nadie más aquí.

«Gracias por recordármelo».

De repente, un subordinado del médico se acercó hacia nosotros, mostrándole algunos papeles, a los que el médico atendió con unos lentes de lectura que sacó del bolsillo.

—Bien, señor, por favor acompáñeme —me pidió el encargado.

La pregunta más obvia de qué hacía ahí fue respondida tan pronto como apenas pasamos de largo por la puerta del cuarto donde estaba mi hijo, en cuidados intermedios.

En su lugar fui a una dispensa, donde me entregaban los atuendos que traía mi hijo mientras era llevado hasta aquí. Él durmió con las mismas ropas con las que vino ayer por la tarde.

—Le hemos encontrado una serie de cortes por debajo de la muñeca izquierda —me dijo ese encargado con toda frialdad—. Y dado a que también encontramos esto... —Deslizó una gilet con un sobre de plástico sobre la mesa, acercándola hacia mí— ... en los bolsillos de su ropa nos da claramente la señal de que fueron autoprovocadas. Lo cual explicaría...

—Explicaría ¿qué? —me apresuré a decir con una rabia inclemente que me ardía el estómago, por si rompía su impecable profesionalidad.

El sujeto no respondió. Pero al poco rato me invitó a tomar las cosas de mi hijo y retirarme a afuera a seguir esperando noticias.

Salí de inmediato, abrazando esas prendas suyas y tirando a la basura aquella cuchilla, hacia la ventana de su cuarto temporal, dado a que ya me habían dado permiso.

Desde mi primera hospitalización en la juventud, empecé a odiar profundamente las luces incandescentes de los centros médicos. Me creí la idea de que nunca volvería a soportar otra vez a estar ahí como paciente, jurando que esa era la peor posición de todas y el dolor de mis padres jamás se compararía con el mío.

Hasta que me vi ahí, del otro lado, la peor agonía nunca antes vivida, que te mataba por dentro pese a estar en pie, junto a un irremediable peso del karma. Un desastre contemplando el nacimiento de otro. Uno que parecía dormir, solo dormir, salvo por la increíble palidez de su rostro y la delicadeza suya marcada bajo un bajo conteo de sus señales vitales.
Dijeron que no haría falta un limpiado de estómago, sino solo esperar, esperar el momento en el que abriera los ojos.

Apoyé la frente contra el vidrio, siendo incapaz de seguir mirando, y al mismo tiempo queriendo aguardar todo el tiempo necesario para tenerlo de vuelta. Cerré los ojos y lloré, ahogando el llanto emergente desde la boca del estómago. Dejó de importarme todo lo demás cuando tuve la osadía de visualizar sus heridas autoinfligidas, tan marcadas que nunca con esa palidez que tiraba más a tonos azulados de asfixia.

Mi pecado es amarteWhere stories live. Discover now