23. Anton: Para relacionarme

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Como cuando comprendes tanto, que ignoras tu propio entendimiento.

Anton

—A ver, la nueva pareja de mi papá es una sangrona. Ahora los dos deben estar en Chile, pero seguro ella ha de estar rogándole para ir a la India o a la China. El asunto es que aún desde esos sitios, se vería que tú ya lo has perdonado.

Ezequiel se resistió un poco a contarlo, por lo menos al fin mostraba señas de que éramos apenas unos conocidos de un día. Cada frase que pronunciaba salía a tapujos, con resistencia a ser dichas, siendo casi imposible conectar ideas completas. Y apenas llegó a la parte en que se enteraron de que un tercero vendría, él levantó sus rodillas, rodeándolas con los brazos y con los zapatos al aire. Terminó su relato —pero no niego que se haya guardado detalles— con la cara escondida entre sus rodillas y el pecho.

Estaba claro que necesitaría palabras de ánimo o algo así, pero, yo no era el mejor para esas cosas, y todavía no le tenía la confianza como para… ¿consolarle? Mi fuerte era más bien verle el lado gracioso de las cosas, pero aminoraba las emociones de persona afectada. Por esa razón, ninguno de mis amigos y mi hermana gustaban de estar conmigo cuando les llegaba la depre. Y era mejor que Ezequiel tuviera que hacer lo mismo.

—Supongo que tienes razón. Se nota que ya no estoy enojado —soltó más calmado levantando la cabeza. Tenía una sonrisa melancólica sin dientes que no subía hasta sus ojos vidriosos.

No era tan malo, al menos no estaba llorando. Y no tendría por qué en primer lugar. No era para tanto. Solo era una discusión ¿no?

—Ni siquiera creo que lo hayas estado en algún momento, aunque dijiste que sí. Yo no sé si esto también le afecta al otro porque apenas y cruzamos palabras, pero, no tiene caso que la sigas haciendo larga y amístense si tanto te apena no estar de buenas con él.

—Es que… tengo miedo —farfulló con la mirada en el suelo—. Tengo miedo de que vuelva a hacer lo mismo una y otra vez.

—¿Hasta qué punto necesitamos un empujón para hacer las cosas? —me cuestioné como si quisiera filosofar mirando al techo, contrariándolo. El agujero de su tristeza no lograba absorberme. Yo seguía intacto.

—Pero… creo que ni eso en verdad me importa —concluyó recomponiéndose, bajando los pies al suelo.

—Entonces ya está arreglado ¿cierto? Ya no te pongas así —formulé con incomodidad. Y la cabeza volvió a iluminarse, rescatando un dato importante que me había contado—. Por cierto, no sabía que cantabas, a ver ¡cantante algo! —pedí con alegría y alivio de poder cambiar el tema, antes de empujarlo en complicidad.

Él rio como si le obligaran, rodó los ojos y me dijo que no. Aquello aumentó más mi curiosidad y lo terminé sacudiendo de lado para insistirle mientras que nos reíamos más y más del papel de retrasados que hacíamos. Al final me dijo que, si quisiera oírlo fuera al auditorio mañana a las cinco todavía entre carcajadas. Admitiendo que estaba aburrido de cantar por obligación.

Y lo hacía fenomenal.

******

En los siguientes días, mis suposiciones se confirmaron: Ellos dos eran en verdad muy unidos. Tal vez demasiado. Sería imposible no decir que llegué a sentirme excluido.

No fue solo en mi caso, varios de los que llegaron al mismo tiempo que yo se sentían igual. Era lo que nos tocaba después de todo. La mayoría comentó que le hubiera encantado haber llegado aquí antes, por supuesto, yo todavía deseaba nunca haber estado en el internado y no me quejaría de que si llegué tarde o no. Me daba lo mismo, solo tenía que volver a ganarme mi lugar.

Mi pecado es amarteWhere stories live. Discover now