60. Salvador: Planes (parte I)

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Cuando más sigo el camino hacia lo que creo lo mejor, menos lo entiendo.

Salvador

Tras dormir en una noche llena de pensamientos dudosos que no podía resolver, me levanté en una mañana al sol naciente el cual derramó, junto a sus rayos de luz, la lluvia de certezas que necesitaba. El nuevo día era una bendición celestial que no podría deshonrar con lamentos confusos.

El tiempo no iba a detenerse conmigo. Aunque yo siguiera tan estático, no queriendo avanzar un paso más luego de haber dado uno tan grande, mi vida continuaba, yo debía continuar justo aquí... en el ombligo del mundo.

Antes de dar un fuerte suspiro, grité lo más fuerte que pude.

—¡Reyna, sube!

Cada mañanita bien temprano iba manejando en bicicleta hacia la casa de una compañera para irnos juntos al trabajo. La esperaba en su puerta, y hacía sonar el tintineo de mi campana para avisarle que ya había llegado. Siendo el ruido a nuestro alrededor solo el paso del viento y los andares de la gente, mi campanita podía funcionarle como un despertador si acaso se había quedado dormida en su cuarto.

Era una casita de adobe de dos pisos apegada a otras dos casas más nuevas. Debía tener algunos siglos de antigüedad según su fachada desgastada, por lo que su familia debía haber vivido en este pueblo desde épocas del virreinato. En la cima del techo de calamina había una bandera del Perú, incluso si ya habían pasado las fiestas patrias. Su hogar era un sitio atrapado en el tiempo, frente a un pueblo que iba creciendo y desarrollándose cada vez más y más, aunque a un ritmo más lento que el de la capital y con la lucha más ferviente de la tradición contra la modernidad.

Dejé de tocar mi timbre de la bici en cuanto escuché sus pasitos rápidos bajando la escalera, seguido del rechinido de su puerta abriéndose.

La vi a ella con la blusa del trabajo y unos jeans acampanados. Sobre su rostro trigueñito se apretaba su cabello negro y grueso en un moño rojo bien peinado. Nuestros compañeros de trabajo solían decirle que sería más hermosa si adelgazaba un poco. En mi opinión, ella lucía bastante bien sin la necesidad de tener un cuerpo más fino.

Sin decirme nada, solo sonrió sonrosando sus mejillas y sacudió la cabeza asintiendo mientras se subía detrás de mí.

—¿Lista? —le pregunté en cuanto percibí sus pies fuera del suelo.

—¡Sí, vamos! —confirmó con voz dulce antes de rodearme la cintura con los brazos para sostenerse, y apoyar su cabeza en uno de mis hombros.

Era un trayecto un tanto cansado de ir caminando, pero se hacía de lo más ligero ir en solo unos minutos en bicicleta.

Di un aviso de que empezaría a pedalear y zarpamos.

Pronto se nos hizo costumbre andar en ruedas sobre un piso rugoso por las piedras pulidas que formaban las pistas y veredas, al intentar hablarnos nuestra voz temblorosa por dar rebotes nos daba mucha risa.

Pasábamos por unas pequeñas calles sinuosas, nos rodeaban casitas con techos anaranjados en punta por las lluvias hasta llegar a la plaza central, donde los jardines se extendían y el aire se sentía más a gusto pasando por tus mejillas.

El cielo se sentía más cerca que en Lima, más palpable, porque estábamos por encima de las nubes. El aire era más puro a pesar del frío seco que te calaba hasta ralentizarte los huesos, lo cual nos hacía agradecer las luces ardientes del sol que nunca nos haría sudar. Y sin duda no se hacía extrañar los coches acumulados por el tráfico ni la gente apurada de caras largas por falta de rayitos solares, cansados de ser la única especie que se construyó un hábitat que no le pertenecía.

Mi pecado es amarteWhere stories live. Discover now