59. Ezequiel: Desconexión

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Observa el bello mundo que has creado. Ahora ven y observa como lo destruyo para ti.

Ezequiel

Frío.

Percibí el frío tacto de mis palmas apretando algo... unos barrotes de acero.

Lo que antes era un tumulto de ruidos inconexos lejanos por fin se disolvió. Aguardaron motores de coches, cláxones insistentes y campanas de bicicletas tintineando con velocidad hasta desvanecerse de un lado a otro.

«¿Dónde estoy?».

Mi vista se aclaró y opté por girar el cuello por todos lados. Estaba en plena calle. Una calle extraña a la que no encontraba ni inicio ni salida.

«¿Cómo llegué hasta aquí?».

Se disiparon la mezcla de voces de la gente a la lejanía, estas se vieron opacadas ante los estruendos de mis latidos estallando en mis orejas. El aire se encogía, mi garganta se cerró cuanto más me urgía respirar, me ahogaba.

No era seguro, no era un lugar seguro para colapsar. Sus voces marcaban su presencia. Yo era el único confundido, un anónimo que se perdía encontrándose con rostros encauzados hacia cualquier otra cosa menos yo. No debía darme el lujo de llamar la atención.

Intenté reincorporarme. Sentí el cuerpo, que ya se distinguía como mío a medida que ejecutaba mi voluntad. Levanté de forma muy brusca la cabeza y un techo invisible la aplastó contra sí misma. Era como la resaca de todas las mañanas.

«...pero no es igual» pensé «no estoy ebrio. No hay nada de alcohol cerca, entonces, ¿por qué...?».

—¡Hermano mío! —se oyó un llamado tras esos barrotes de metal—. Llegas como caído del cielo. No sabes quién nos ha respondido nuestro correo.

Un sujeto al que solo le vi un traje marrón corría hacia un gran portón, mientras otro con la misma vestimenta se acercaba a pasos más lentos hacia él.

Tras esas varillas había un patio, no, un amplio estacionamiento vacío que alojaba un edificio.

«No, no era posible».

—Parece que apenas fue ayer cuando decidió irse —acotó otra voz—. No puedo creer que este sea...

—El primer cumpleaños suyo que la pasamos sin él —le completó la oración—, lo sé, Hermano. No me imagino cuán duro debe ser para ti, digo, para todos nosotros lo es.

—Finalmente, Salvador alcanzó la mayoría de edad. ¿Qué será de él ahora, Toribio?

«¿Qué estoy haciendo aquí? ¡No debería estar aquí!».

—Tú ya lo dijiste, Gael, Dios velará por él tan bien como lo hicimos todos aquí. El resto está en sus manos.

«¡Basta! Necesito salir de aquí».

—Ojalá y solo dependiera de Salvador y de Dios.

Me pregunté a qué se refería con esa última frase, hasta que, sin previo aviso, evocaron a mi mente las dolorosas escenas suficientes para entender lo que se escondían tras esas palabras angustiosas. Su miedo se volvió mío. No, siempre fue mío.

—¡Hagan algo! —grité, y al instante me asfixié con ambas manos, y esconderme por debajo de esos barrotes.

Estuve en cuclillas por completo, en lo que me apretaba la boca y apretaba los párpados, rogando no haber sido notado.

—¡¿Quién gritó así?!

—No fue nadie, Toribio. ¿No ibas a leerme la carta?

—Pero Hermano, si yo te juro que clarito oí que...

Mi pecado es amarteTempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang