21. Anton: Lo que importa

539 62 375
                                    

No fue mi culpa ser su mal tercio, pero aun así estoy condenado al aburrimiento. O tal vez no.

Anton

Mi hermana y yo solíamos gobernar el mundo. Así de estupendo se sentía. Sabía que era demasiado joven para ponerme nostálgico, ¡pero es que fue así por apenas unos días! Por favor.

Vivía en un barrio bonito, de esos donde solo se entra con carro propio. Si bien no era de esos pequeñísimos sitios donde todos se conocen las caras —y la vida de pasa bola—, cada quién tenía un amplio círculo social entre sus vecinos. Y para ser considerados "de clase alta" no éramos como los ricos vanidosos y villanescos de las telenovelas mexicanas, de esas que miraba junto a mi mamá y mis tías religiosamente todas las tardes a las seis.

La casa era muy espaciosa y algo clásica, albergaba unos seis pisos y era de techo alto, pero con mi familia "entera" habitándola, no lo parecía tanto. Ahí éramos mi abuela, mis tres tías y tío, mis primos, todos por parte de mamá, mi hermana menor y yo. O sea, silencio y privacidad cero, con lo ruidosos de mis primos chiquitos y lo "curiosas" que son mis tías, sobre todo cuando creen que uno de mis primos mayores esconde algo... imposible. Las paredes tenían oídos y boca y uno se enteraba de todo, o si no, en las dos filas para el baño en las mañanas uno se "actualizaba".

Sin embargo, de todos mis familiares, yo no era tan cercano a nadie como lo era con mi hermana Paz. Es tres años menor que yo, pero de mocositos no se notaba tanto la diferencia. No era como las otras niñas de su edad que pensaban en princesas, brillantina de arcoíris y en el color rosa, no, a Paz le gustaba ensuciarse, jugar a las chapadas y a las canicas con mis amigos, era muy tosca (peor si le llamabas por su nombre completo: Paz de los ángeles) y no soportaba perder... tremenda piconaza (1). Paz era indispensable a la hora de planear mis travesuras y ocurrencias sin ser pillado, agregándoles un toque de malicia que me sorprendía cada día. No por las puras en vez de pomposos vestidos, ella prefería disfrazarse de bruja o en alguna villana de las pelis de Disney en noche de Halloween.

Bueno, pero todo eso ya no importaba, más bien, a mis padres no les importó nunca. Porque cuando por fin terminó el eterno papeleo para oficializar su divorcio, ambos se dividieron a los hijos, a Paz y a mí, como pedazos de torta en un cumpleaños. Paz tendría la suerte de quedarse con mi mamá y toda la familia, en cambio yo, me iría a la casa de mi papá. Así fue como conocí en persona a su nueva pareja quince años menor que él, Rebeca. Parecía sacada de una revista y como nadie quería hijo ajeno, los dos nos caímos súper mal. Aunque tampoco era que yo le provocara...

—¡Eres igualita que Queca! Esa payasa de la tele, porque te pintas tanto la cara como una.

Bueno, bueno, sí la provocaba mucho. Pero es que ella era todo el prototipo una madrastra malvada. Y yo pensando que en las series exageraban un poco. ¡No exageraban nada!

—¿Qué dijiste mocoso malcriado? Si sigues así, haré que te manden a un internado en Alaska.

—¡Mi papá no haría tal cosa! ¡Bruja!

Sí hizo tal cosa. Esa mujer lo tenía como perro faldero.

Se suponía que unos meses, iríamos los tres de regreso a donde nació papá, pero bajo la tonta excusa de "empezar de nuevo" me dejaron en un internado mientras ellos se iban solos a Chile. ¡Era mi papá el que quería empezar de nuevo! ¿Por qué tenía que empezar de nuevo yo también? ¡Yo estaba muy bien tal y como era antes! Yo no tenía la culpa de que mis padres se separaran, definitivamente no. Y, aun así, yo era el que peor lo estaba pasando.

Y por supuesto, mi hermana también.

Me imaginaba con su carita empapada de lágrimas, corriendo desesperada tras el auto de papá que aceleraba cada vez más. Yo la veía desde la ventana trasera, ignorando los regaños de papá para que me sentara correctamente y me colocara el cinturón de seguridad.

Mi pecado es amarteWhere stories live. Discover now