51. Rafael: Desintegrándonos

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Apenas conozco al chico que hago llamar mi hijo. De seguro, a él le pasa igual con el extraño al que se obliga llamar padre.

Rafael

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—Eso es abuso —susurró ella muy rápido, con toda expresión de pasmo en sus ojos sobresalidos. Antes de cubrirse la boca con ambas manos, como si quisiera contener un grito.

Fue eso con lo que me encontré cuando apenas abrí la puerta de la habitación, donde acababa de dar una cita con un psicólogo de la clínica de toxicómanos.

Era la primera vez que Ana escuchaba mis sesiones de terapia, por lo que nunca se me hubiera ocurrido que intentaría espiarme. Y justo... justo oyó, al parecer con tiempo, una gran parte de lo que habría contado.

—¡No tenías que haber escuchado eso! —respondí fastidiado tan pronto como pude.

Chasqueé la lengua por puro impulso y di media vuelta.

La miré por el rabillo del ojo y mi respuesta al parecer solo la asustó más, haciéndola llorar.

Y yo, por el contrario, no sentía nada. Yo había contado, con el mejor manejo de detalles que pude, lo que recordaba acerca de mi niñez cuando no estaba a merced y cuidado de mis padres, sino de una serie de nanas que rondaban conmigo entre la agresión y la indiferencia. Destacando principalmente a Lucinda.

Todo con una frialdad e inexpresividad de la que no me di cuenta hasta tiempo después. Yo mismo me había vetado de sentir siquiera algo sobre esos sucesos.

—L-lo sé, lo sé, pe-pe-pero —balbuceó ella atropellándose en sus palabras. Hasta que sacudió la cabeza y endureció la mirada, como recuperando la confianza—. Pero tuve que hacerlo porque... porque... Rafael, eso fue... —Negó con la cabeza—... I-incluso diría que más bien fue una vi...

—¡No ventiles así mis asuntos! —le grité, tan dominado por el reciente ardor de una herida que ella no dejaba de tocar. Una que creí cicatrizada.

—¡Entonces hablemos en un lugar más privado!

—Ni hablar, ya conté lo suficiente.

—P-pero... en tu terapia dijiste que...

—Al psicólogo Zapata no le pareció gran cosa —interrumpí.

—¡¡Porque el doctor zapato es un cínico e inhumano!! —vociferó enfurecida, al punto de querer igualar mi altura poniéndose de puntas—. ¡Y es un acosador! Por supuesto que lo ve normal.

Mi siguiente respuesta la repetí sin cesar, cada vez más fuerte. Sin embargo, tarde me di cuenta que esta solo escapó de mi consciencia.

En mi mente le pedí mil veces que se fuera, pero no había emitido ningún sonido que ella pudiera interpretar.

—¿Cómo di...?

—¡Dije que te vayas! —pronuncié por fin, sintiéndome como un perfecto inepto—. Llevo rato repitiéndolo.

—Lo dices recién ahora —contrastó—. P-pero, no... es decir... no puedes dejarlo así como sí nada... ella te abusó —susurró.

—¡Eso es imposible! Las mujeres no pueden...

—¡¡Eras solo un niño, Rafael!! —gritó una vez más, desconsolada y tan enardecida que tuvo que respirar fuerte para recuperar su aliento.

Habíamos ido captando varias miradas entre los pasillos. Nunca pensé que me pesarían tanto.

Caminé dándole la espalda, y como esperé, ella me seguía como a mi tenue sombra de mediodía.

Mi pecado es amarteWhere stories live. Discover now