52. Rafael: Reencendiéndote

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Oscureces tu camino en busca de la luz.

Rafael

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Me invadió un odioso insomnio a las tres de la madrugada, por lo que quise acabar lo que dejé inconcluso en la jornada de ayer. Por desgracia, me hallé demasiado cansado para trabajar, pero demasiado despierto como para volver a recostarme. No me quedó de otra que esperar a que caer rendido, aunque eso pareciera lejos de suceder, comparado con los iniciales brotes de luz del amanecer.

En eso, escuché llorar a nuestro hijo desde la otra habitación, con apenas cuatro años recién cumplidos la semana pasada.

Oírlo llorar usualmente me inquietaba, despertando hasta el último músculo de mi cuerpo dormido. Sn embargo, en lugar de alertarme a ir en busca de reconfortarlo, su llanto me paralizaba, me mantenía inmóvil preso de un pasmo del que me costaba salir incluso a voluntad. Solo no podía evitar ponerme así.

Muy bien sabía que si tenía al bebe únicamente bajo mi cuidado sería como ponerlo con nadie.

Por suerte, ya podía escuchar tras las paredes los arrullos y ligeros cantos de mi esposa dándole calma. Aquello solía sacarme de ese estado inerte, otorgándome el ansiado alivio y el oxígeno de vuelta a mis pulmones.

Ana no lo sabía, y jamás le permitiría saber al fracaso de padre con el que se había casado. Pero las excusas del oficio estaban empezando a ser insuficientes para los dos.

Por lo que, con todo y lo cruel que me pareció, me conformé con ya no oír los llantos del niño para asumir que todo estaba bien. Y con la actividad de una persona despierta en su totalidad, di por hecho que podría arrancar la mañana como si hubiera dormido algo.

Hasta que escuché el rechinido de la puerta moviéndose, seguido de un apretón repentino a mis espaldas, enlazándose con mi cuello.

—¿Otra vez tienes pesadillas, amor? —preguntó susurrándome al oído, luego de posar su mejilla contra mi hombro izquierdo—. Porque no te ves como alguien que acaba de despertar por los lloros de su hijo.

—No es eso, cariño, solo no pude dormir —respondí besándole las manos—. Más bien lamento que hayas tenido que consolarlo tú.

—Eso no importa mientras Ezequiel ya esté mejor. A veces él suele...

—¿Suele qué? —me irrité en lo que quise zafarla de mí para verle la cara. Me rendí ante su resistencia a soltarme, por el contrario, escondió el rostro entre mi cuello y sus brazos.

—Nada, no dije nada. Todavía es temprano, mejor vamos a...

—¿Por qué es que no me cuentas nada sobre nuestro hijo?

Sentí un respiro en la nuca, secundado de un apretón más reforzado.

—Porque no pasa nada —reafirmó ella—. Él está bien, lo estará mientras esté conmigo.

—Y conmigo solo es un desastre.

—Rafael... no empieces.

—¡Pero es la verdad! Ya tiene cuatro y ni siquiera me busca, es como yo no existiera para él. No recuerdo la última vez que me llamó papá.

—Pues a veces te llama cuando estamos jugando.

—Da igual si yo no estoy ahí. Y ese es el problema ¿no? Yo nunca estoy ahí. No sé cómo...

De repente, algo helado se deslizaba por mis mejillas, lo cual intuí como la punta de su nariz tras posarse después sus labios contra mi cara, provocándome escalofríos que se perdían con mis palabras.

Mi pecado es amarteOù les histoires vivent. Découvrez maintenant