25. Anton: Sobre ser feliz

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¿Podrías enseñarme algo? Porque también tengo algo que enseñarte.

Anton

—¿Y bien? ¿Qué les parece?

Les estaba mostrando a mis queridísimos compañeros de habitación un pequeño cuadro artesanal en el que dibujé la letra de sus nombres y el mío, y el número de la habitación. Hasta me había tomado la molestia de hacer la tonta pregunta de ¿cuál es tu color favorito? Para hacer el cartel.

—A mí no me engañas —dijo Ezequiel entrecerrando los ojos—, haces esto porque ya vas un buen ratazo aquí y aún te pierdas en llegar a este cuarto.

—¡Oye! —me indigné—. ¡Eso es absolutamente cierto!


*****

—¡Ah, Caramba! —exclamé emocionado mientras rebuscaba en mi maleta feliz—. ¡Encontré a mi Elmo! Creí que lo había dejado en casa —continué colocándome la marioneta en mi mano derecha y empecé a analizarla girando la muñeca—. Pero, ¿qué extraño? Si recuerdo clarito el momento en que lo dejé en el cuarto de mi hermana. Era como un recuerdo para ella... En fin.

Según mi madre querida, yo apenas cumplía los seis cuando le sangré como todo un mañosón a mis padres —por entonces "felizmente" casados— para que me compraran la marioneta de Elmo que vi en una feria que organizaba el municipio. O más bien, que me la ganaran, porque era de esos premios que se obtienen en el juego con la garra más inútil que mi tío trabajando. Costó harto que esa maldita marioneta bajara por ese hueco, tal vez se gastó más dinero por él que su valor real, será por eso que le tengo tanto cariño a un juguete tan infantil, y por tanto tiempo.

Mi Elmo no era como el de la serie para niños, todo flacucho y cabezón, sino que era gordito porque se le mete la mano entera. Era con un color rojo más intenso y encendido que el de la serie. Estaba hecho de tal manera que con el pulgar y el meñique se podía controlar sus manitas, y la cabeza y los labios con los tres dedos restantes.

—... ¿Y eso? —preguntó Ezequiel entrando por la puerta. Vi cómo iba a decir algo cuando se acalló al verme con mi Elmo. Entrecerré los ojos, ya después pensaba en preguntarle a qué venía.

¡Hola niños y niñas! —imité la voz chillona y cantarina del personaje mientras movía la marioneta—. Soy Elmo.

Ezequiel se cruzó de brazos, haciendo ese gesto paternal con la cabeza y la risa de "ay, qué voy a hacer contigo". Bobo. Y apenas cuando fruncí el ceño casi se mandaba él con una carcajada. Pero, seguí el juego.

Hola niño extraño que nunca en mi peluda vida he visto antes —Seguí imitando la voz y volteé el rostro del juguete hacia mi amigo—. Sí, tú ¿quieres tocar mi peluche?

Él se adentró más el cuarto con una lentitud exasperante y se arrodilló para estar frente a frente con los ojos postizos de la marioneta.

—No —alargó la negación en un susurro seguido de una sonrisa de esas que quieren ser tiernas, pero resultan ser aterradoras—. Y... ¿me puedes dejar a solas con tu titerero bamba?

—¿Bamba? (1) Oh por favor —renegué volviendo a mi voz varonil normal, apoyando el cuerpo con la mano que manipulaba a Elmo—. No intentes bajarme la moral. Yo voy a ser un maestro titiritero cuando sea grande —afané colocando la mano derecha con la marioneta en el pecho.

—Pues te felicito. Y yo no te bajo nada, no soy como otros que estoy viendo—Me señaló con la lengua adentro de su boca.

—¡No ya! —me levanté de golpe. Nada peor que ser difamado—. Tú solito te bajas la moral y sin ayuda de nadie. ¡Y sobre todo con...!

Mi pecado es amarteWhere stories live. Discover now