63. Rafael: Cansado y confundido

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Yo también estoy perdiendo la calma.

Rafael

Fue de lo más exhaustivo e importante a la vez averiguar el cómo se desenvolvía mi hijo en situaciones de presión social. Ya habíamos tenido suficiente sobre nuestro encaramiento dentro de nuestras cuatro paredes de siempre. Yo siempre tenía que seguir decodificando sobre lo que fuera a procesar su mente, lo cual desencadenaba en imprevisibles tanto positivos como terribles, pero de una vez tenía que aceptar que jamás lo lograría.

Supuse que nos vendría bien empaparnos más de entramados sociales, por muy poco auténticos que se vieran en comparación, pero ello implicaba encontrarme menos con lo que mi hijo se enfrentaba y más con lo que quería ser.

Muy de vez en cuando nos escapábamos a cenar juntos en algún restaurante. Me era más estimulante con encontrarme con experiencias más concretas sobre su comportamiento que el mismo enredo intangible de sus emociones caóticas.

En conclusión, nunca terminaba de conocerlo.

—¡Pá, mira! —me señaló dándole palmaditas ansiosas mi hombro—. ¿No es adorable acaso?

—¿Qué cosa? —le pregunté un tanto disgustado que me hiciera dejar caer mi pollo con teriyaki que tanto me costó sujetar con palitos chinos. No como él que nunca tuvo problema con ninguna regla de etiqueta.

—Mira, pues —se fastidió como si absorbiera mi descontento—. ¡Es un gatito negro durmiendo en la banca de allá! ¿No crees que es lindo?

Seguí la dirección a la que él tan encantado señalaba con el índice, pero no encontraba algo así como un animalito. Para empezar, se me hacía inadmisible que un establecimiento de gran cuidado como al que fuimos permitieran dentro de su salón a una mascota a la vista de sus comensales, cuando habían dejado bastante claro que los prohibían en entrada.

En mi cabeza ya me apenaba designarle aquella incoherencia a otro de sus intervalos de inquietantes pérdidas de contacto con la realidad. Pero cuando mis ojos se encontraron con el objetivo referido, se me regresó el aire al pecho ante el alivio.

—Sí, ya lo vi —le contesté regresando a mi batalla con los cubiertos de madera—. Pero lo único que creo es que definitivamente necesitas usar lentes. Eso es una mochila.

Me fijé de reojo por si me encaraba, pero en lugar de eso solo entrecerró los ojos como ancianito tratando de leer el diario con sus ojos diminutos, e inclinarse más a la mesa para acortar un poco las distancias con el "gatito".

—Creí que era un gato enrollado —se ofuscó cruzándose de brazos y haciendo la cabeza para un lado.

—¿No viste acaso al entrar la señal de "prohibido traer mascotas"? No había forma de que aquí hubiera gato alguno.

—Bien, me equivoqué, ¿contento? Déjalo así —renegó dejándose caer en su silla—. Y acaba rápido de comer, ya quiero irme a la casa.

«Si apenas acabamos de salir» hubiese querido discutirle, pero por el ambiente supe que no era el mejor momento.

—Pero ¿estás seguro de que no quieres lentes? De verdad creo que los necesitas. En algún momento creo que te lo había comentado antes —le expresé.

—No me lo recuerdes —pidió apoyando sus codos contra la mesa, seguido de sus manos cubriendo sus mejillas—. Desearía no pensar en eso ahora.

Asentí haciendo una mueca con los labios, no muy convencido en realidad.

Sus buenos inicios, intentando congeniar en un ambiente público, me daba la buena impresión de que Ezequiel de verdad se esmeraba en lucirse bien en esa clase de escenarios fuera de casa, pero por alguna razón casi siempre se acababa agobiando y rogando casi para salir de allí. Por mi parte no lo culpaba tanto al respecto, los actos sociales solían cansarme también.

Mi pecado es amarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora