46. Anton: Hipocresía o el (no) saber que se sabe

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Te callas porque también importa lo que yo siento.

Anton

Odiaría admitir que sentí un ligero pánico cuando el carro de mamá arrancó, mientras yo miraba hacia la ventana trasera aquella carceleta estudiantil, viendo cómo se alejaba, cómo me alejaba. Un ligero espasmo me invadió, sí, un miedo miserablemente familiar. Debido a que esa vez no iba nadie corriendo tras de mí diciéndome adiós, como muy en el fondo hubiera querido. No era una despedida, era una huida. No me despedí esa vez, como sí lo hice con mi hermana hacía más de cinco años.

Era más mi debilidad de la que era capaz de reconocer.

Un tráfico del demonio nos estancó en medio carretera principal. El ensordecedor ruido de los cláxones, junto a ese humo nauseabundo estaban por desesperar a mi mamá en el volante, a tal punto de querer rebajarse a cuanto salvaje conductor con lenguaje de presidiario le diera de mala conductora solo por ser mujer. Pasaba que lo único de acomodados que tenía toda mi familia era la maldita plata.

Como todo adolescente resentido con el mundo, quise alejarme de ese escenario citadino colocándome los audífonos de mi mp3, estando sentado por detrás del asiento vacío del copiloto.
El aleatorio me llevó a la intro de Marimar, cantado obviamente por mi diosa Thalía, que seguía igual de buena de cuando la telenovela se estrenó para mi sorpresa... Mierda, como si no me faltaran más señales de que me estaba alejando eternamente del internado infernal. De que estaba volviendo a casa.

Hasta que, sin medir el tiempo que se hacía re lento si ibas al ritmo de procesión; un extraño zumbido acompañado de un inexplicable ardor, como si tuviera cera de vela caliente, se tornó en mi oreja derecha. Me saqué el aparato de encima, pero ni así pude lidiar con el dolor.

-Má, ¿puedes apresurarte? -me quejé mientras buscaba abanicar esa oreja-. De la nada está que me arde el oído, ¡ay!

-¿De la nada? -contestó de inmediato. Por fin la escuchaba hablar luego de refunfuñar todo el rato como toro-. ¡Oh! Eso es porque alguien está rajando de ti.

«¿De mí? ¡Pero si yo soy un santo!».

Hice una ligera intromisión y se me prendió el foquito.

-¡Paz! Seguro es ella, esa monga castrosa, tiene una lengua... -alargué la vocal haciéndome la idea- que ahora mismo debe ser todo un horno esa lengua. Como para que me arda así.

Mamá destensó todo el cuerpo soltando una carcajada corta hasta que suspiró, tornándose de pronto mucho más serena morena.

-La verdad no creo, hijo. Lo cierto es que, si bien no estuvo muy al tanto de tu regreso, en el fondo se alegra mucho de que estés de vuelta con nosotros. Te extraña.

Di un respingo, no muy convencido mientras me cruzaba de brazos.

-Paz ya no me quiere. Ella odia a todo el mundo.

-Es extrañamente dulce con su novio -repuso la madre mía-. Ojalá Jeremy la hubiera acompañado a tu fiesta. Hubiera tenido otra cara. -Gruñí inconsciente al recordar al susodicho-. Pero ya, lo importante es que se van a ver todo el rato, hasta que sepas qué vas a hacer. Tiempo de sobra hay para que puedan llevar las cosas bien y se lleven de cuando eran niños ¿no crees?

-No -reí cruel con el pesimismo al tope-. Para nada será igual.

Mamá asintió con hastío, dejando por cerrada la conversación, hasta que surgiera otro tema en la siguiente hora. No sabría decir si un asentimiento era una contradicción tipo "¡que sí!" o era una confirmación a lo que dije. Si era lógica sería lo último. Yo tenía razón, pero como madre jamás lo admitiría.

Mi pecado es amarteWhere stories live. Discover now