47. Salvador: Aprender a marcharse

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Me debo liberar y ya entendí que no saldré ileso de mis cadenas.

Salvador

Cada ser vivo tiene un corazón. No el corazón de carne y hueso, o del que late sin sentimiento alguno por orden de la razón, o la pérdida de este, yacido en realidad el cerebro.

No, yo me refiero a otro corazón.

Cada ser vivo desprende un hermoso corazón de cristal de su pecho. La personificación de su amor sincero, con el color de su propia alma.

El mío era del color del cielo, así como describen la tonalidad de mis ojos. De un hermoso cielo azul.

«Creí que el mío sería verde por ser mi color favorito».

El corazón que desprendía era frío, sí. Pero que muere por mudarse hacia el pecho de otra persona. Prometí que les daría un calor especial como ningún otro.

—¿Alguien desea este corazón? —pregunté esperanzado, extendiendo aquel objeto a cada ser que andaba por mi lado. Y que ignoraba sin más, sin bajar su mirada.

—¿Nadie lo quiere? —insistí, percatándome de lo apagada que se tornaba mi voz ante el rechazo. Temiendo tanto que con mi pena bajara la luz azul que reflejaba este corazón de cristal.

Podré sentirme extraño, cruelmente rechazado, pero que nada oscurezca el brillo de amor que destella mi corazón de cristal.

—Tengo tantos otros en mi interior —reiteré sin perder la ilusión—. Nunca quedaré vacío, por favor, acéptalo. En el dar está mi propia recompensa, así que, por favor, si tan solo...

—¿Puedes otorgarme el tuyo, por favor?

Una voz más varonil y tierna que la mía sonó a mis espaldas.

Volteé a verla y su origen se halló en aquel querido amigo que tenía una gran luz en su interior. Una que debería ser destellante, pero que en su lugar parecía apagarse, tintineando.

—¡Claro! —respondí, más que complacido—. Para eso lo he creado, y si lo aceptas, es porque todo el tiempo estuvo hecho para solo para ti todo este tiempo.

—¡¿Para mí?! —se entusiasmó.

—Sí... —le musité mientras extendía mi corazón de cristal hacia su pecho hueco.

No me equivoqué, pues este calzaba perfecto en su cuerpo.

Le sonreí y sentí la placidez en mi alma al por fin entregar a otro mi primer corazón. Ahora quería dar otro más.

—¿Pu-puedes darme otro? —me rogó con profunda pena en sus labios temblorosos—. No pienses que estoy abusando, yo solo...

De mi alma surgió otro corazón de cristal de color azul, incluso más grande y pesado que el anterior y posó entre mis manos, listo para ser entregado.

—No tienes que disculparte —le dije más que aliviado.

Mas mis palabras no aliviaron su consciencia.

—¡P-por el tuyo yo podría... yo podría darte el mío! ¿Te parece? —insistió con una preocupante desesperación.

Me confundió. Yo estaba tan preocupado por dar, que jamás había pensado en lo genial que sería recibir también. En sentir en mi propio pecho el amor de otro corazón de cristal.

Entonces, con el firme y contento asentir de mi quijada acepté.

Sin embargo, algo no andaba bien.

Para que un corazón de cristal nacería de su ser, este debía experimentar un profundo dolor, agonizar del sufrimiento. Gemía. Y no entendía por qué, si todos los demás podrías crear un corazón sin el menor esfuerzo.

Mi pecado es amarteWhere stories live. Discover now