32: Salvador: Lo que (no) siento [parte I]

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¡ADVERTENCIA! La situación que manifiesta cierto personaje trata de plantear un caso particular ficticio, cuyos motivos exclusivos se explicarán más adelante (por si no se comprenden ahora). No se intenta en ningún momento generalizar o dar una representación de dicha condición.

Se recomienda discreción (siempre quise escribir eso :'D)



¿Qué debería sentir?

Salvador

Me quedé hasta la madrugada orándole a la Virgen, aunque más de pedirle o agradecerle cosas, yo más sentía que solo le estaba conversando. Le otorgué mis angustias, y tal vez, sí, le rogué que me diera un poco más de comprensión hacia las personas a las que Dios no tocó su corazón todavía. A no decepcionarme de la gente y aprender a amar incluso a los que no aman, quienes son los que más lo necesitan.

Era por esas horas, bajo un silencio omnipotente, en que los ojos y la mirada de la santa imagen de la Virgen María al lado del Cristo crucificado me sabían más profundos y reales que nunca. Una mirada adolorida, agonizando por una pena infinita. Cruzaba una representativa espada su pecho, pero estaba claro que, aún si fuera literal, dolería mucho menos que el dolor de perder a su hijo apreciado. Una mirada que, en su dolor más intenso, conservaba el más puro de los amores, sin la suciedad de sentimientos de venganza o cuestionamientos impotentes.

—Fraile Gael no me dijo nunca cómo mi madre reaccionó cuando se deshizo de mí —le hablé a la imagen o quizás a mí mismo. Las palabras solo querían escapar de mi mente, no anhelaban más que eso—. Y como él no quiere que la odie, debería suponer que abandonarme la puso muy feliz, porque sería más fácil decir lo contrario si fuera verdad.

Las navidades se acercaban, y siempre en esas fechas mi madre era el centro de mis desvaríos y mis ruegos. Yo me encargaba que, en cada tanda en la que mi pasado se asomaba hacia mis queridos, en una deseosa chispa de curiosidad, diera esa impasible percepción de que mi madre no me importaba. A veces no sabía ni por qué lo hacía ¿qué ganaba haciéndome el insensible? Era una careta que nadie podría creerse, pero era inevitable no querer mantenerla y decidí que solo mi primer compañero podría... ver esa careta romperse ante sus ojos, en cuanto descubrí que a él le dolía la farsa más que a nadie, incluso más que a mí.

En las vísperas solía ser de los poquísimos que se quedaban internados, aquellos compañeros tendrían las vidas familiares más desalmadas, nos ponían cara a cara con el lado más espeluznante de un ser humano. Y a pesar de que yo le contaba año tras año, lo vistosas que eran las celebraciones aquí, al lado de los frailes más unidos que nunca en una fraternidad, donde abandonaban los resentimientos para el 26 de diciembre como cualquier mortal, Ezequiel siempre me insistía en pasar la navidad al lado de él, de su padre y los tíos y primos lejanos que venían a visitarlo. Se me agotaban las excusas para decirle que no. Tendría que seguir pensando.

—Salvador, hijo ¿todavía sigues aquí? Ándate a dormir ya, o después ni Dios va a poder despegarte de las sábanas.

El Padre Toribio me cortó de mis extravíos caminando presuroso hacia al altar en un tono afligido. Ya debería hacerle costumbre encontrarme orando aquí, sin embargo, siempre lucía sorprendido como la primera vez. Por fortuna, nunca me reprendía con enojo.

—¿A poco y no tienes sueño, hijo? ¿Qué te ocurre?

Mis párpados me pesaban junto a todo mi cuerpo, pero mi voluntad era más grande o al menos, trataba que así fuese.

—Sueño tengo, Padre —admití después de taparme un bostezo con la mano—. Y mucha, pero más tengo ganas de alabar a mi Señor y a Santísima Madre.

Mi pecado es amarteWhere stories live. Discover now