34. Ezequiel: Que te olvide...

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¿No que decían que querían mi bien?

Ezequiel

La rabia me duró tan poco, porque ni bien le di ese portazo para salir de la habitación, hice lo único que sabía hacer que era llorarle. Apoyando la espalda contra la pared, traté de ahogar mi llanto con ambas manos cubriendo mi boca, mientras apretaba los párpados con todas mis fuerzas para que no me salieran más lágrimas.

«Ya lo sabías, tú ya sabías que no siente lo mismo. Así que cálmate, cálmate, por favor ya cálmate, te pueden ver ¡ya cálmate maldita sea!» me regañaba a mí mismo en mis pensamientos para dejar de hacer el ridículo de una puta vez.

Di un alto respingo, y todavía con la respiración alterada corrí hacia el baño antes de que alguien que conociera pudiera verme así. Porque, no me importaba tanto que perfectos extraños me vieran con la cara roja y encharcada, o uno que otro hipócrita de mierda murmurara junto a otro, palabras condescendientes o preguntando por qué estaba así a cualquiera menos a mí, a la vez que fingían tenerme pena, cuando en realidad solo querían saciar su estúpida curiosidad en asuntos ajenos.

Con la cara lavada y por fin calmado, podía hacer como que nada había pasado. Y ya ni tiempo tendría de seguir reclamándole a mi reflejo lo estúpido que fui por llorar así, o por la forma en la que le hablé a Salvador. Solo cometía imbecilidades cuando no pensaba nada más que en mí mismo, debería dejar de ser tan egoísta. Porque, en mi egoísmo, prácticamente volví a meter la pata y le di más señales tan claras de que era de él a quién me refería, que él era mi flor, mi luz, mi ángel, mi vida entera. Algún día, él tendrá el valor para poder armar todas las piezas y darse cuenta sin necesidad de una estúpida declaración, lo presentía en lo más profundo de mi ser.

Pero lo único cierto era que, más que delirios ensoñadores de querer cuidarlo, apreciarlo, protegerlo, acariciarlo, o lo que algunos llamaban mariposas en el estómago, amarlo tanto me hacía doler, me hacía daño. Y cuánto deseaba sufrirle más. Ya ni con el martirio que me daba me podía conformar. Sea lo que proviniera de él, yo siempre, siempre maldita sea, siempre querría más.

******

Días después, hice lo segundo que mejor sabía hacer: distraerme, llenarme de deberes y pendientes hasta no tener en mi mente algún otro pensamiento. Por lo menos, esa vez no estábamos peleados: yo no estaba enfadado con él ni Salvador conmigo, aunque para él no sería tan difícil encontrar un buen motivo para estarlo. Sin embargo, bajo la excusa de tener que ir a practicar un recital navideño del coro, podía limitarme a solo saludarlo con una sonrisa e irme despavorido de su lado, huir cuando otra vez él tenía ganas de hablar conmigo a solas o... cuando se ofrecía a acariciarme el cabello, mientras me dejaba apoyar la cabeza en su regazo, encontrando así otra manera de llevarme al paraíso, todo sin que se diera cuenta de lo que me hacía sentir. Si ese día supe que no solo no sentía lo mismo que yo, sino que no lo podría comprender. Rogaba tanto a Dios que, en su inocencia, no entendiera tampoco que en realidad lo estaba evitando. Solo sería por un tiempo, claro, hasta ya no aguantar más y dirigirme hacia él como un loco desesperado.

—¡Ya, holgazanes, el descanso terminó! —llamó el maestro del club del coro Luciano Escribens a su vez que aplaudía a modo de alarma. En mis delirios patéticos olvidé aprovechar el tiempo libre para tomar agua.

Si bien era el fraile Gabriel el encargado de velar por el club y maestro de música, quién se encargaba de "entrenar nuestras voces" como decía, era el maestro Luciano (al que todos preferíamos llamar Lucifer, con excepción al dirigente sobón de ese año). Era un hombre de "huesos y pulmones grandes", paliducho de ojos grises —aseguraba ser hijo de inmigrantes alemanes—, con una actitud paranoica y presuntuosa, y su ridículo bigote del personaje de Monopolio.

Mi pecado es amarteWhere stories live. Discover now