68. Salvador: Mentiras que ya sé que sabes

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Por qué será que siento que todo se aleja, se eleva a los cielos... todo, todos menos yo.

Salvador

La mudanza sería de mis asuntos menos ideales de todo mi viaje.
Nos quedaba poco tiempo, los chicos corrían por doquier a alistarse y otros más conversaban en una contrariada calma en medio del desorden, como si se tratara de un día cualquiera.

Yo me encontraba acomodando mis últimas cosas, con el cuerpo bien presente y a toda prisa, pero con la mente en cualquier otro lugar menos ese. Una mitad estaría visualizando lo idealizadas y fundamentales que serían las siguientes horas, y la otra mitad estaba en... no sabría dónde en particular. No me di cuenta que funcionaba como en automatizado hasta que en un horrible despiste dejé caer lo más delicado de mis posesiones.

Sentí cómo el pecho se me partía en tantos pedazos como la escultura de cisne de cristal de mi madre, esparciéndose el anuncio de su muerte en el suelo como una inminente explosión detenida en el tiempo.

Ante mi espanto y el tiempo transcurriendo aún más en mi contra, traté de recoger los trozos rotos. Pero al sujetar el primero lo solté de golpe con más espasmo, seguido de un insipiente ardor que se incrementaba: Me había cortado.

Vi con pavor aquel fluido que salía de mi mano hasta embarrar como río la palma. 

«Sangre. Sangre. Odio la sangre».

¿Por qué? Por qué hasta ese último minuto mi pasado planeaba no solo desvanecerse como arena en las manos, sino también provocar en su despedida una marca llena de dolor. Dejándome atrás, arrebatándome las pocas certezas que ya tenía desde el comienzo, y sin nada más que preguntas muy antiguas para ser respondidas.

Seguía doliendo, seguí sangrando, pero no quería curarme. Creí que me lo merecía. Por descuidado, por ruin, por hipócrita. 

Por idiota.




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—Perfecto, perfecto. Todo es perfecto y bello.

Los aplausos que aclamó el escenario se alzaron por los cielos en una implacable alabanza, desde una avasalladora legión de fieles hacia las alturas. Se anunciaba con todo honor y humildad a la vez, con la más cálida y celestial bienvenida, el primer paso necesario a un rumbo que nos cerraba otros miles y miles de caminos más. Caminos inciertos, tempestuosos, llenos de extasiada felicidad o de de condenado infierno, e incluso la simple mediocridad hacia lo ordinario.

Todo se traducía a que nuestros siguientes pasos se dirigirían a un mismo sendero de lo más elevado posible en la tierra. Entregamos y ofrendamos una vida eterna que ya nos pertenecería, ni siquiera carnalmente, para asumir la infinita deuda que se nos fundó desde que abrimos los ojos a este mundo.

Desde mi instancia podía contemplar los ojitos chispeantes llenos de fe e ilusión de mis compañeros al costado. Y si bien todos dejaban tan en claro lo cuán hermoso que era estar allí y lo que estaban dispuestos a dejar atrás, como la familia, y amigos, yo sin nadie que aclamara exclusivamente a por mí, podía asegurar que nadie era tan feliz como yo en ese momento. Que primer pecado dejando lo ordinario fuera quizás cierta vanidad, la cual se traducía en un profundo anhelo de ir más allá de lo que cualquiera como yo hubiera anhelado ofendar.

No quería decir que porque ya no tenía más que perder es que estaba dispuesto a darlo todo.

La verdad es que aquello que dejé atrás, por mucho o poco que fuese ya no importaba más, ya no me detenían ni me alentaban. Porque habiendo más moros o no en mi camino estaba más que listo para proseguir con lo que se me habría predestinado el alma desde los primeros atisbos de razón y consciencia en la mente, y desde que se instauró el amor en mi corazón.

Mi pecado es amarteWhere stories live. Discover now