36. Ezequiel: Quien te cuida

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Diciembre, 2010

Seguiré cuidándote, aunque ni tú mismo quieres que lo haga.

Ezequiel

Mi último año como interno en Sendero al Cielo inició como quien es consciente que ha estado soñando, y que pronto iba a despertar. Todos los adultos nos decían a nuestra promoción que el último año era el mejor de todos, y también el que más corto se sentía. Y yo angustiado de un día abrir mis ojos y no poder tocar el techo con los pies, quise valorar cada segundo vivido ahí, cada ambiente cada segundo, preparándome para extrañarlo.

Había dado mi primer pie fuera con una gran responsabilidad, una que en un principio fue un tipo de capricho. Lo recordaba bien, me acordaba de lo mucho que me hubiera encantado sorprenderme cuando pronunciaron mi nombre, en medio de entusiasmados aplausos que no los sentí por obligación. Fingir asombro y humildad mientras aceptaba el puesto, pero era más irresistible pecar de soberbio, para luego burlarme de mí mismo y reírme como un desorbitado mental.

Quise reírme aún más viendo como a regañadientes el maestro debía aceptarme con los brazos abiertos a su nuevo "hijo" y "mano derecha". Jamás me imaginaba siendo íntimo de ese sujeto, ni él tampoco siéndolo conmigo. Estaba preparado para convertirme en su dolor de cabeza en cuanto, con toda la hipocresía del mundo, me entregaba un diploma que me titulaba como becado en una universidad de arte, listo para posar junto a mí para la foto. Ni bien la toqué, permití que cayera al suelo con lentitud como una pluma, zarandeando.

Me acordaba perfectamente de los altos suspiros que emitieron los miembros del club, en las butacas del auditorio. No ocupaban ni la tercera parte de todo el lugar. Y más me regocijé entre ellos, cuando manifesté mis verdaderos afines, objetivos que verían inútil ese documento para ser alcanzados.

Y en medio de esas memorables expresiones de enfado cómico que llevaban los adultos, llamé al segundo lugar, pidiéndole que no se bajara del escenario. Recordaba con todo gusto la falsa careta de creído petulante que tuve cuando le otorgué esa misma beca que yacía en el suelo, sin perder ya el puesto barato. Ese segundón era Xavier Nuñez, al que habían rechazado antes de que yo postulara. Tras ser tres veces rechazado, pudo finalmente ingresar y terminó compitiendo por el puesto conmigo. Esa fortaleza y pasión se la quise reconocer, y le describí lo mucho que admiraba su actitud en un susurro al oído, a vista y paciencia de todos los enfurecidos que calificaban mi accionar como una locura.

—...Además, creo que hice trampa —le susurré.

—¡Tram...! —iba a gritar sino fuera que le siseé a Xavier antes de que diera un grito al aire.

Sí, yo le oré a la Virgen para que me eligieran.

Me reí un poco en cuanto escuché su suspiro en alivio. Me convenió mucho que subestimara tanto la fe. Por último, tomé distancia y volví a señalar el diploma, a lo que él presuroso se agachó a recogerlo.

—Lo mereces más que yo, felicidades.

En su emoción, me tomó de la mano con ambas suyas, sacudiéndolas con euforia y agradecimiento, con el documento bajo el brazo. Yo repetía una y otra vez que no era nada. Y a lo lejos, en un segundo piso dentro del auditorio, retumbó el eco de un aplauso que redirigió las miradas hacia ese punto: Era Thomas que aplaudía rapidito y simulaba limpiarse lágrimas imaginarias.

Desde entonces, en todo ese año, jamás volví a salir del internado para esos asuntillos particulares, jamás tuve una estrecha relación con Luciano, y jamás fui opacado bajo la sombra de Thomas, porque ni siquiera me encontraba en ella.

Yo pensaba que mi función, más que alzarme en vanidad por ser "el mejor de los mejores", era estar ahí, con los que tenían una pasión, un deseo. Yo quise estar más pendientes de los que estaban a mi dirigencia y a los que anhelaban estar en ella.





Mi pecado es amarteWhere stories live. Discover now