66. Ezequiel: La belleza perdida

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Te estoy desfigurando, me estás matando.

Ezequiel

Llegué a un punto en que no sabía cuándo estaba soñando y cuando no. En un parpadeo pasaba a apoyar medio cuerpo sobre una fría y dura carpeta, a una tibia espalda que podría rodear entre brazos y amoldar hacia mí, mientras percibía lo picoso de un césped seco bajo el pantalón.

Pasaba de atosigarme de calor, a rogar por un mínimo cobijo ante el frío. ¿Cómo saber cuándo estaba caminando y cuando me había caído?

Por suerte, supe la respuesta cuando toda mi espalda se sentía fresca contra unas sábanas frías, y tuve la irremediable necesidad de recuperar el aliento. Sin embargo, antes que cayera en cuenta de que el cuerpo se sintió atrapado de pronto; unos labios se sellaron sobre los míos en un suave vaivén, los cuales activaron como un botón de encendido mi visión y retazos más valiosos de mi memoria. Hilando así los pasos y las decisiones que me llevaron hasta allí.

—Me enteré lo que te pasó con por el piercing. Te llevaron de emergencia, ¿no es así? Dudo mucho que mi piercier te dejé pisar su local de nuevo.

—Que se joda.

—¿Ah sí? Pues en ese caso no querrás esto. —Dejó una especie de arete al lado de la cama—. Vete olvidando de ponerte uno real de nuevo.

No comprendía todo aún, mas salvo cómo sentía el vigor de mi corazón acelerándose hasta llenar mis sentidos con la certeza absoluta que seguía despierto. Así como también despertó la desolación de mi ser inerte, tan urgido y necesitado, de una suave sensación que llenara aquel abismo sin fondo dentro de mí.

Apenas recordaba, apenas entendía, pero me bastó con el deseo de que aquel momento de confuso placer, de aquel roce en mi piel, no cesara jamás para seguir existiendo.

—Tú, huevón, no sabes chupar ¿no es así? —rezongó ella a milímetros de mi cara al limpiar con su pulgar algún resto de lo que regurgité en algún momento.

Las puntas de su cabello caído me salpicaban en las mejillas, y entre estas entraba la luz tenue de un cálido ámbar en la habitación como cortinas.

—¿Para qué tomar si no se hace hasta perder el conocimiento? —susurré mientras pasaba mi mano bajo su nuca. Se me hizo tan tortuoso cómo se deshizo nuestra unión que tuve que reestablecerla de alguna manera.

—Oye, estás drogado, ¿o qué? —Se reincorporó, sentándose de piernas cruzadas sobre la cama. Mis dedos peinaron por última vez sus hebras al separarnos—. Que yo sepa tú no te metes más huevadas ¿o sí?

—¿Por qué lo dices? —Apoyé la espalda contra el cabecero, y me di cuenta cuánto le costaba a mi cuerpo obedecerme—. ¿Acaso tienes un poco?

Al verme de reojo, arqueó una ceja y empezó a carcajearse hasta volver a acostarse sobre la cama.

—Creo que me asustas, idiota —aseveró sin dejar de reírse.

—¡Pero...!

—Y me gusta(s). —Se volteó de lado hacia mí y cerró los ojos con serenidad—. Fue un espectáculo muy interesante de ver.

Recorrió por toda mi espalda un escalofrío ante la vergüenza. En mi cabeza ya se iban rescatando más retazos sobre nuestra velada, los más humillantes se veían con mayor nitidez. Y juntos al conectarse creaban una sucesión de eventos tan desafortunados que preferiría seguir tan inconsciente como al inicio.

Para detenerlos a todos, me le acerqué un poco, hasta llegar a acomodarle un mechón de cabello tras la oreja, y así deslizar mi tacto desde los bordes de su rostro y cuello, hasta detenerme frotando su hombro

Mi pecado es amarteWhere stories live. Discover now