8. Ezequiel: El amor queda

746 74 316
                                    

—No me digas nada, mocoso endemoniado, todos ya me han dicho que lo vas a decir. ¡Absolutamente todos!

Ezequiel

El regreso de Pablo al internado me cayó como agua fría, por no decir congelada. Llegó campante con ropa de calle y de la mano de su madre quien a su vez acarreaba a un bebe dormitando en su cochecito.

Era la hora del receso y ver a Pablo saliendo de la dirección dejó a casi todos (me negaría a creer que fue una totalidad absoluta solo porque sí) al borde de los pasillos y las ventanas, formando filas marrones de mirones curiosos, asomando más y más las cabezas como si se tratara de una celebridad.

Tenía que pasar de todos modos ¿no? Tendría que enfrentarme a las verdaderas consecuencias de lo que hice, y Pablo poseía todo el derecho de hacer conmigo lo que quisiera. Me convencí a mí mismo de que estaría listo para lo que fuera que me dijera, hiciera, se vengara, yo que sé; pero en realidad, así Salvador me dijera que no habría otra posibilidad salvo a que me perdonase, me aterraba hasta ese supuesto perdón suyo. Y sin duda alguna, lo peor para mí sería acobardarme y no darle siquiera la cara como si el indignado fuera yo. ¿Qué cara tendría yo para hacer algo así? Ni hablar. En definitiva, eso sería lo peor.

Estaba saliendo de la cafetería junto a Salvador cuando me enteré que Pablo había regresado. Me dio como una parálisis tensando todo mi cuerpo. Salvador empezó a decir muchas cosas que no recuerdo bien, seguro serían consuelos que no merecía, innecesarios temería decir. Y ni bien se oyó que regresaría sin su madre a su cuarto, fui corriendo como autómata hacia su habitación. No me despedí ni nada de Salvador, mas cuando volteé atrás para verle, él estaba allí, sonriendo satisfecho solo arqueando la fisura de sus labios y achinando sus ojos. No necesitaba tantas formalidades con él, era algo que se sumaba a las infinitas cosas que me hacían amarlo.

Y pareció irse cada miedo en mí por unos instantes.

Miedos que se inyectaron de nuevo en mi piel cuando tuve esa puerta semiabierta cara a cara, cara a perilla o como se tenga que decir. Miedos que también se colaron en curiosidad cuando oía ambas voces de los dueños de ese cuarto.

—Creí que regresarías en una tumba, Pa-bli-to —jactó Jorge apoyando la espalda en el soporte de su camarote—. Y tendríamos todos que tirarte pétalos ahí como desfile de la bandera.

—¡Ay ya cállate! —gritó en euforia Pablo. Su voz sonaba como ahogada, debía tener algo en la boca. Desde mi perspectiva no vi lo que hacía—. Lo único que sabes hacer es cacarear y tirar tu caca a mí. Ya aburres, en serio. Y por favor, mejor vete que podría contagiarte.

—Ahora te haces la buena gente, "el pobrecito enfermito" —dijo Torres agudizando su voz para ridiculizarlo—. No engañas a nadie con esas fintas de porquería.

—¡Por el amor de Dios, Jorge! —exclamó Pablo harto, dejando lo que sea que estuviera haciendo para dirigirse hacia su compañero—. ¿Qué demonios hice para merecer esto? Y no soy ningún idiota para darme cuenta que tuviste algo que ver con mi contagio de tuberculosis, desgraciado.

—No te hagas el inocente. Tú sabes lo que hiciste —gruñó Torres—. No tienes pruebas, mis manos están limpias.

—No, Jorge, no lo sé —reaccionó más calmado. Respondió tan rápido como para formular un pensamiento. No sería la primera vez que tenían esa conversación—. ¡Maldita sea! Te lo he dicho millones de veces. Pa' mi que te has enamorao de mí ¿eh? Y lo digo en se... —Rompió a carcajadas antes de terminar la frase—. Bueno, en realidad...

Rio hasta no poder mantenerse de pie.

—Tanta telenovela barata te ha terminado de romper el cerebro, la verdad —pronunció con ironía—. Si fuera homosexual tendría mejores gustos —suspiró para relajarse. Sin ofenderse, o inmutarse ¿acaso ese tema también lo habían discutido antes?

Mi pecado es amarteWhere stories live. Discover now